El intelectual necesario
Hoy se cumplen 60 años de la partida de Eugenio D’Ors de este mundo. Ahora se dice aquello de que el empapado en muchas letras es un letraherido; así fue el gran D’Ors, porque fluctuaba sin esfuerzo entre el ensayo, la ficción, la filosofía, el periodismo
Los muy mayores, hijos a su vez de otros mayores, recordarán las glosas diarias de Eugenio D’Ors en la prensa catalana. En ellas no cogía el vuelo del tiempo, sino su sustancia, por así decirlo. No le gustaba lo efímero, sino entrar en la enjundia de lo fugaz hasta sus adentros. Su filosofía no comenzaba con los grandes principios, sino con las cosas menudas. Era capaz de analizar lo minúsculo, la flor, la teja, y tirar del carrete para construir un análisis de la belleza. La anécdota como categoría filosófica. Pero no se asemeja a Borges cuando el argentino afirmaba que había vivido más en los libros que en la vida de a diario. En absoluto, el catalán no se fugaba en ficciones y espejos de la imaginación, pretendía una autentica regeneración espiritual y moral de su país.
Teresa Oñate, catedrática de Filosofía de la UNED, dice que Eugenio «pertenece a la tradición estrictamente grecolatina, hispánica, católica, universalista y no catalanista local, con un humanismo integral al que nada le era ajeno». Estudió mucho los movimientos que se habían desarrollado en el siglo XIX y no andaba convencido de las cualidades efímeras del Modernismo, del Romanticismo o del Impresionismo. Él buscaba, en toda manifestación del saber y de la belleza, el equilibrio, la armonía, la mesura.
He leído recientemente una obra de la brasileña Clarice Lispector, en la que la autora dice que la psicología traspasa las cosas, y la filosofía penetra en ellas. Algo así podía ponerse en boca de D’Ors, las cosas que transcurren sin finalidad no le resultaban interesantes, no son estrictamente verticales, por su escasa profundidad no podían mantenerse en el tiempo. Por eso funda el Novecentismo, una corriente cultural para el desarrollo del pensamiento en Cataluña. Por ahí rondaban poetas y músicos, entre ellos el mismo Pau Casals, quien difundió por el mundo entero las famosas Suites para violonchelo de Bach, cuando los especialistas pensaban que era música de formación para principiantes.
Hay un libro, que no encuentro por descatalogado, pero del que espero que algún lector pueda facilitarme un atisbo de información, que es una de las claves del pensamiento de Eugenio D’Ors. Se denomina Cartas a Tina. Está escrito en 1914, obsérvese el año. Allí habla de la necesidad de una unidad moral de Europa. Constituye uno de los documentos más importantes de la literatura española en torno a la Gran Guerra. Tina es un personaje de ficción a la que se dirige el autor, y le cuenta que esa guerra entre países, que parecen tan diferentes entre sí, no es más que «una devastadora gran guerra civil». Hay en el cogollo del continente eso que D’Ors denominaba «tesoro de europeidad», una expresión que debería ser traída a estos tiempos de imprecisiones y desgobiernos.
Aprovecho este instante de recomendaciones para arrojar al cesto de las sugerencias otra de sus obras, en este caso mucho más accesible, El valle de Josafat, un fresco por el que transcurren mil personajes apasionantes, Copérnico, Víctor Hugo, Quevedo, Mahoma, etc. De san Agustín dice que no era en absoluto africano, sino europeo, ligado a nuestra entera tradición. Además, nos regaló esa primera gran historia de la cultura que es La ciudad de Dios. Y de Bach comenta, «cuando se dice de la música que es una arquitectura en movimiento, yo evoco siempre a Bach, y siempre se me aparece la imagen de una augusta catedral». Libro muy recomendable.
Al finalizar la Guerra Civil, fue nombrado Jefe del Servicio Nacional de Bellas Artes, para recuperar las obras del Museo del Prado que, durante la contienda, el Gobierno de la República había trasladado a Ginebra. Su pensamiento estuvo muy preocupado por la posición del arte en la vida corriente del ciudadano. Uno de esos libros que todo amante de las bellas artes debe tener cerca es Tres horas en el Museo del Prado. Las ediciones ya pasan de la treintena, y es mucho más que una guía al uso: es un salvoconducto para llegar de puntillas a la propia alma.
En sus Confesiones y recuerdos, deja escrito que «lo peor de la edad adulta es que antes hay que ser niño y adolescente. Períodos en borrador, con torpezas e inseguridades, yerros y extravíos, la provisionalidad de un lento y difícil proceso de llegar a ser uno mismo».
Y así llegó el final de su vida, y se fue al más allá, a cumplir con una de sus máximas más conocidas, «el verdadero conocimiento se desarrolla en diálogo con el otro».