El hecho religioso, en Vargas Llosa - Alfa y Omega

El hecho religioso, en Vargas Llosa

Javier Alonso Sandoica

La mejor manera de barbarizar el hecho religioso es regalarle la definición equivocada. El talento literario de Vargas Llosa, que lo tiene y es mucho, no le impide errar en una realidad tan definitiva para el ser humano. Su último libro, La civilización del espectáculo, contiene un capítulo dedicado a la religión, que comienza asegurando que los combates de Al Qaeda contra Occidente y las acciones terroristas de Hezbolá y Hamás tienen un trasfondo religioso. Mala manera de principiar un texto, si quiere ser tomado en serio. «Ésta no es una polémica que se pueda ganar o perder con razones, porque a éstas antecede un parti pris: un acto de fe». Es decir, Vargas Llosa cree que el mero hecho de expresar un acto de confianza sin razones a un dios o a un sátrapa es, de por sí, un acto religioso.

La fe católica, y de una forma especialísima todo el pontificado de Benedicto XVI, propone subrayar una inteligibilidad de un Dios traspasado de humanidad. En La luna roja de Merú, Chesterton dice por boca del padre Brown: «Oirá decir a la gente que las teorías no importan y que la lógica y la filosofía no son cosas prácticas. No les crea usted. La razón nos viene de Dios y, cuando las cosas son poco razonables, créame, es que sucede algo». Y a Dios me acerco por la racionabilidad de lo que me cuenta, no por mi insensata credulidad. El Nobel peruano no se toma en serio la naturaleza del hecho religioso, sino sus consecuencias y desenvolvimiento histórico. Si ocurren desmanes, atentados, pedofilias o el cura Seferino, de La tía Julia y el escribidor, pringa de queroseno la casa del pastor protestante para deshacerse de él, son —según él— consecuencias directas del hecho religioso. Y eso que acierta cuando cita una de las frases más memorables de nuestra filósofa María Zambrano: «En los dos puntos extremos que marcan el horizonte humano, el pasado perdido y el futuro a crear, resplandece la sed y el ansia de una vida divina sin dejar de ser humana». Pero, en seguida, Vargas Llosa se pone a hablar de las sectas y las peregrinaciones espirituales a Katmandú de los años sesenta. Su conclusión de que la religión se viva en privado resulta entonces lógica, porque si cualquier desaprensivo puede cometer tropelías en nombre de Dios, mejor que no se mueva de casa. Mientras el Papa juega la carta de la razón para el diálogo interreligioso, Vargas Llosa defiende un fideísmo trasnochado.