El gran teatro del mundo - Alfa y Omega

Durante cinco años fui el único chico de tres hermanos. Por eso, a veces no me quedaba otra que plegarme a la dictadura de mis hermanas, que me hacían ser el delfín amaestrado de dos barbies estiradas. Las primeras veces me daba vergüenza. Lo mío era jugar a pegar tiros entre indios y vaqueros en mi fuerte de madera. Pero pronto aprendí a coger distancia con el personaje: yo no era el delfín, sino que hacía de delfín. Desde fuera podía dar forma al personaje. Paradójicamente, esta distancia con el delfín hacía posible que yo me identificase con él. Podía expresarme por medio de él y liberarlo de su servidumbre barbie. A mis hermanas no terminó de gustarles su nueva mascota, pero tuvieron que adaptarse.

Es evidente que yo todo esto no lo pensaba. Sucedía, y es fundamental que suceda. Los niños aprenden mediante el juego a tomar distancia para poder ejercitar su personalidad. El niño experimenta la flexibilidad de su libertad para poder expresarse en diferentes roles y así vislumbra su capacidad para ejercer diferentes papeles en la vida. De ello depende su vida adulta. Si los niños no aprenden a apoderarse del guerrero, de la princesa y del dragón, no sabrán hacerse con el padre de familia y el trabajador. Con el juego se aprende a vivir en el gran teatro del mundo.

Lo decisivo es la distancia. El ser humano «necesita distanciarse un tanto de sus papeles […] para liberarse de las presiones de actuar para los demás. Este distanciamiento es lo que la sociología llama distancia de rol», ha dicho Ricard Sennet en su último libro (El intérprete, Anagrama). De hecho, cuando nuestros días se reducen a la función externa nos sentimos esclavizados y oprimidos. Nos ocurre en el trabajo o en casa: sin la distancia adecuada somos autómatas en la oficina o en el hogar. La profesión o la vocación que un día escogimos de repente se vuelve para nosotros algo exterior y ajeno, como un traje que nos ha quedado pequeño.

Entonces, vienen crisis. En ellas, la distancia con el personaje se convierte en una fractura. Se abandonan familias, profesiones y religiones. Porque se piensa que la libertad consiste en la liberación total de vínculo y se corre el riesgo de vivir en una constante disrupción que navega en el vacío. Pero la distancia no es ausencia de relaciones. La correcta distancia siempre contiene «un sentido de anclaje», como ha dicho Sennet. Por eso, nos permite retomar las riendas de nuestra vida sin disolverla, incluso cuando nos exija variar el rumbo de forma. Todo cambio debe responder a una continuidad sensata. El adolescente crea al ritmo de la moda sus personajes y los abandona en el olvido; el adulto desarrolla sus personajes con un sentido armónico en su corazón: «Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la tierra» (Borges).