Al acercarse la celebración del Domund he recordado la visita que el prefecto para la Evangelización de los Pueblos, cardenal Fernando Filoni, acaba de realizar a Japón, un lugar paradójico para la misión: allí llegó hace cuatro siglos y medio un gigante como Francisco Javier; la semilla de la fe prendió rápidamente y ofreció una impresionante cosecha de mártires, desde simples campesinos a grandes señores. Después de una terrible persecución vino el periodo del gran silencio, no menos heroico. Sin misioneros ni sacerdotes, un pequeño resto permaneció fiel, aferrado a los elementos esenciales de una fe transmitida de generación en generación, pero sin posibilidad alguna de ser anunciada al que era su propio mundo.
Solo a mediados del siglo XIX los católicos empezaron, lentamente, a salir de la clandestinidad. Ciertamente ya no son perseguidos, pero podría pensarse que la sociedad de la que forman parte con todos los títulos es casi impermeable a la novedad del Evangelio. El cardenal ha recordado que cuando llegaron los primeros misioneros hubieron de afrontar esa misma pregunta: «¿Por qué nos traéis una religión extranjera y nos pedís que creamos en vuestro Dios? Nosotros también tenemos una cultura y una religión que son muy nobles y dignas… ¿Qué tiene el cristianismo que no tengamos ya nosotros?».
También en Occidente se plantea hoy esta misma cuestión. Hemos alcanzado un sistema de bienestar impensable, los derechos y libertades (fruto de la herencia cristiana) están formalmente reconocidos, la ciencia y la técnica contribuyen eficazmente a lo que denominamos calidad de vida… ¿Por qué habríamos de acoger vuestro anuncio, cristianos, cuando además conocemos todas vuestras deficiencias? Solo si el cristianismo trae una salvación que ni la técnica, ni los sistemas políticos ni el karma pueden ofrecer, la misión tiene sentido, hoy como ayer. Como dijo Filoni, Cristo no es un sabio extraordinario, un gurú de la vida moral o un promotor de bienestar social… es el Hijo de Dios que ofrece su vida para rescatar al hombre de su soledad existencial, de la pobreza del pecado y de las esclavitudes que lo humillan. Y no hay vuelta de hoja: eso hay que mostrarlo mediante el testimonio de la vida y ofrecerlo a la libertad de los hombres y mujeres que encontramos. Misterio de gracia y libertad, un drama que no puede ser reducido, ni medido en términos de éxito mundano, como muestra la historia de los cristianos en Japón.