El cura de la sonrisa perenne al que «todos le importábamos»
Alegre, cercano, misericordioso, capaz de acompañar hasta el punto de llorar con los que lloraban. Y, sobre todo, empeñado en acercar a todos a Cristo. Así recuerda Madrid a José Antonio
«Pidan por este chico», encomendó el párroco de la Concepción de Pueblo Nuevo a las Oblatas de Cristo Sacerdote sobre el chaval que lo acompañaba un día. Era José Antonio Álvarez. «Contaba que se había preguntado “¿por qué lo habrá dicho?”. Aún no había descubierto la vocación», relata Teresa López-Orozco, la superiora general. Ya de seminarista, el difunto obispo auxiliar siguió empapándose con ellas del amor al sacerdocio de su fundadora, María del Carmen Hidalgo; y del padre Julio Navarro.
Para Samuel Urbina, siempre será «Pepito». Este sacerdote era el párroco de Virgen de la Fuensanta en la época en que realizó allí su etapa pastoral. Ya destacaba por ser «alegre, cercano y sencillo» y «se relacionó muy bien con todos». Aprendió de «una parroquia viva» en la que sacerdotes y laicos iban «codo con codo». A pesar de no tener «nada de experiencia, hizo una labor estupenda» con la catequesis de poscomunión. «Tuvo que luchar» por una situación complicada con los catequistas «y sufrió». Pero «con diálogo y cariño, el problema se superó». En la Fuensanta se ordenó de diácono y de presbítero, en el año 2000.
Luego, uno de sus primeros encargos fue la capellanía de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid. Allí, algo desorientado en sus primeros días, se lo encontró María Ángeles Benito, estudiante de doctorado. «¿Qué soléis hacer aquí?», le preguntó. «Destacaría ese espíritu de colaboración con lo existente», acogiendo las ideas ajenas. Poco después, la historia de un estudiante que había intentado quitarse la vida «le marcó muchísimo». Vio que «su misión era animar a las personas, no quedarse en las que acudían a él sino promover actividades» para llegar a otros. Además de la labor sacramental y los campos de trabajo, «llevó fenomenal el tema del diálogo entre fe y cultura», con exposiciones sobre Antonio Gaudí y el entonces beato Rafael Arnaiz.
Ardor misionero
Otra experiencia que cambió a Álvarez recién ordenado fue, después de «dar largas», conocer Cursillos de Cristiandad. Fue un acicate para vivir «de una forma nueva» ese «ardor misionero» que «siempre tuvo», recuerda Pedro Pérez, entonces consiliario en Madrid; además del «enriquecimiento de ver a seglares anunciar el Evangelio con vitalidad». Se implicó en la ultreya de López de Hoyos, donde acabó sustituyendo como director espiritual al coiniciador Sebastián Gayá.
«Siempre hablaba del amor de Dios», recuerda María Diufain, responsable en esa época. Ella «y muchos otros» empezaron a dirigirse con él. «Se llevaba a la gente de calle» con «esa sonrisa perenne» y su humildad. «Era muy misericordioso, con gran capacidad de escucha y muy compasivo: si yo lloraba, él lloraba. Luego me llamaba por teléfono para ver qué tal. En una época complicada, me sentí muy entendida y bien orientada. Le importábamos todos». En los cursillos, con las personas alejadas compatibilizaba la «comprensión y acogida» con «la valentía para presentar la verdad del Evangelio», subraya Pérez, de forma que «el hombre se encontrara con el Señor».
Formando buenos pastores
La parcela a la que dedicó la mayor parte de su vida (31 de sus 50 años, incluida su propia formación) fue el seminario, menor y mayor. Como formador y director espiritual colaboró estrechamente con Jesús Vidal, al que sucedió como rector. El ahora obispo de Segovia recuerda que su principal mensaje para los candidatos al sacerdocio era «que merece la pena tomarse en serio el seguir a Cristo, de forma verdadera y profunda y con un corazón unificado. Él quiso vivir así». Su sucesor, Antonio Secilla, afirma que su prioridad «era formar pastores conforme al corazón del Buen Pastor». Dentro de ello, destaca su buena preparación sobre formación sacerdotal y cómo seguía «muy de cerca» las indicaciones de la Iglesia.
Ejemplo de ello es la implantación del curso propedéutico o de iniciación. En la primera promoción estaba Álvaro Simón. Pepe «venía a vernos una vez a la semana a Santa María la Cabeza, donde vivíamos». Ese verano, cuando el padre del joven murió de COVID-19 en Zaragoza, «no dejó de estar encima ni un solo minuto». Acudió con algunos formadores y compañeros y después siguió interesándose por su madre. «Ahí descubrí su faceta paterna. Nos conocía a cada uno»; en las entrevistas «sabía en qué momento te encontrabas, tus dificultades y alegrías».
También le agradece haber conocido más a las oblatas por medio de él. Con ellas también «compartía (sin detalles) las cosas del seminario, para ponerlas en la oración», señala la madre López-Orozco. La religiosa subraya que «tenía una vida espiritual muy grande. En todo transparentaba la idea de ser servidor, de no sustituir al Señor». Otra anécdota sobre la importancia que daba al sacerdocio la recuerda Urbina: al ordenarse de obispo, le pidió que fuera uno de los dos sacerdotes que le acompañara. «Quiero que se vea que los curas jubilados no están descartados de la vida de la Iglesia. Seguís vivos y podéis aportar», le dijo.
Con los más excluidos
Otras facetas de su vida no son tan conocidas. Por ejemplo, la de viceconsiliario de Manos Unidas, de 2015 a 2018. «Desde el principio se implicó muchísimo en la vida de la organización; no solo como acompañante espiritual sino en la comunicación, en el trabajo en las parroquias, en la difusión. Y también con las personas», asegura Ricardo Loy, su secretario general. Le impactó mucho ir a la India en un viaje de formación. «Supuso refrendar la misión de nuestra organización» en el trabajo con comunidades del sur global. «Dio mucha importancia a cómo fortalecer el sector de los miembros», esos voluntarios o personas contratadas con «una implicación más intensa en la entidad» como asociación pública de fieles que es. Ellos «dan razón de su fe desde el trabajo con los más excluidos», y el viceconsiliario quiso cuidar esta faceta.