El cónclave que eligió a Albino Luciani
Aunque varios cardenales centroeuropeos llegaban con el prestigio de haber estado metidos de lleno en la renovación conciliar (Johannes Willebrands, Leon Jozef Suenens o el bávaro Joseph Ratzinger), los italianos partían como claros favoritos: desde Adriano VI (1522-23), nacido en Utrecht, todos los Papas habían sido italianos. Dos nombres sonaban con fuerza: Giuseppe Siri y Giovanni Benelli
Cuando el 6 de agosto de 1978 falleció Pablo VI, un nuevo cónclave fue convocado para elegir al siguiente Pontífice. El momento era de extraordinaria complejidad. La Iglesia católica pasaba por una fase de numerosas dificultades: aunque la sangría de secularizaciones parecía comenzar a remitir, las vocaciones al sacerdocio seguían sin recuperarse y, de manera paralela, el proceso de secularización avanzaba. Por otra parte, la asimilación de las disposiciones del Concilio Vaticano II (1962-65) estaba resultando muy costosa, porque había muy diversas interpretaciones del mismo. Porque este Concilio, el último celebrado hasta el momento, había llevado a cabo todo un aggiornamento (puesta al día) de la doctrina católica, aprobándose documentos de extraordinario valor. En efecto, desde el Vaticano II, la Iglesia apostaba por el diálogo interreligioso; la defensa de los derechos y libertades fundamentales, que en muchos países aún no existían; y por una clara separación Iglesia-Estado. En nuestro país, por ejemplo, el Vaticano II chocó de lleno con la realidad de un Concordato, el de 1953, que creaba una Iglesia de Estado y permitía un Estado dentro de la Iglesia. De manera paralela, se cuestionaban elementos fundamentales en la manera de funcionar la Iglesia, como el principio jerárquico o la autoridad pontificia.
Por otra parte, se trataba de una época en la que el Vaticano se encontraba demasiado influido por lo que sucedía en la política italiana, e incluso en la política mundial. Pablo VI había apoyado la Ostpolitik o apertura hacia los países del Este, sin saber que el comunismo moriría tan solo unas décadas después, fruto de sus contradicciones internas. Para el Papa Montini, resultaba fundamental que los diferentes regímenes comunistas permitieran actuar con libertad a las iglesias nacionales, lo que resultaba particularmente complejo en la medida en que en la catolicísima Polonia el cardenal Wyszynski había pasado en la década de los 50 tres años en prisión, y en la que el también cardenal yugoslavo Aloizi Stepinak había sido sometido a juicio por la dictadura de Tito. En lo que se refería a la propia Italia, el país se encontraba inmerso en los llamados años de plomo, con atentados tan brutales como el de la plaza Fontana de Milán, en diciembre de 1969, o el cruel secuestro y posterior asesinato del líder democristiano Aldo Moro, caído a manos de la banda terrorista conocida como Brigadas Rojas entre marzo y mayo de 1978. En ese sentido, desde que Berlinguer se hiciera con el control del Partido Comunista Italiano (PCI) en 1972, había una tendencia dentro de la Democracia Cristiana (liderada por el propio Moro) partidaria del llamado compromiso histórico entre las dos principales fuerzas del país (democracia cristiana y comunismo).
111 cardenales de gran altura
Es en este contexto de enorme complejidad cuando tuvo lugar la elección del sucesor de Pablo VI. Aunque el Papa Montini había establecido que el número de cardenales con derecho a elección debería estar en la cifra de los 120 (norma que se ha mantenido vigente hasta nuestros días), la realidad es que en aquel cónclave iniciado en la tercera semana de agosto de 1978 solo hubo 111 participantes, ya que tres cardenales con derecho a elección (el indio Valerian Gracias, el norteamericano John Joseph Wright y el polaco Boleslaw Filipiak), por diversos motivos, no pudieron tomar parte.
Eran muchos los cardenales de importante categoría intelectual y pastoral. Como era costumbre desde hacía siglos, los italianos (ya pertenecieran a la Curia romana o ejercieran su cargo pastoral en una diócesis) eran los que más peso tenían. Antonio Samorè, por ejemplo, había sido un hombre destacado en la Secretaría de Estado. Sebastiano Baggio era uno de los pesos pesados de la Curia como prefecto de la Sagrada Congregación de Obispos. Giuseppe Siri, cardenal arzobispo de Génova, había sido ya uno de los hombres de confianza del Papa Pío XII, fallecido en 1958. Al mismo tiempo, un clásico de toda elección pontificia era el patriarca de Venecia, que en aquel momento tenía al frente a Albino Luciani: recordemos, en relación con ello, que Juan XIII, el Pontífice inmediatamente anterior a Pablo VI, también era patriarca de Venecia en el momento de convertirse en Papa. Y qué decir de Giovanni Colombo, cardenal arzobispo de Milán, entonces la mayor archidiócesis del mundo. Sin olvidar a Salvatore Pappalardo, un valiente cardenal arzobispo de Palermo que fue de los pocos que se atrevieron a alzar la voz contra el creciente fenómeno mafioso.
También había obispos no italianos que destacaban por haber estado metidos de lleno en la renovación conciliar. Era el caso de los prelados centroeuropeos, como el holandés Johannes Willebrands o el belga Leon Jozef Suenens. Aunque si una figura destacaba desde el punto de vista de su influencia en la renovación teológica, ese era el cardenal arzobispo de Múnich y Freising, el bávaro Joseph Ratzinger, que había sido elevado al cardenalato solo un año antes y que era conocido, entre otras cosas, por su actuación como perito conciliar del cardenal Frings (titular de la archidiócesis de Colonia) durante el Vaticano II.
La realidad era, en todo caso, es que los italianos partían como claros favoritos: desde que en 1522-23 Adriano VI (nacido en la localidad holandesa de Utrecht) ocupara el solio pontificio, todos los Papas, sin excepción alguna, habían sido italianos. Así que, ¿por qué iba a romperse la tendencia en una institución tan tradicional como la Iglesia católica? En ese sentido, los cardenales situados en las principales diócesis del país (Milán, Venecia, Génova, Bolonia o Florencia) eran los que partían como favoritos. Y dos nombres sonaban ya con particular fuerza: Giuseppe Siri, arzobispo de Génova, y Giovanni Benelli, arzobispo de Florencia y hasta poco antes sustituto de la Secretaría de Estado.
Luciani, el elegido
Finalmente, el elegido fue un candidato aceptado por ambas partes: Albino Luciani, patriarca de Venecia. Nacido en una pequeña localidad de la Italia septentrional (concretamente, en Forno di Canale) el 17 de octubre de 1912, se había formado en la diócesis de Belluno e Feltre (Veneto) donde, tras estudiar Teología, fue ordenado sacerdote en julio de 1935. De allí se había trasladado a Roma, donde cursó estudios en la Pontificia Universidad Gregoriana (como es sabido, cuna de Papas, cardenales y obispos), y había realizado una tesis doctoral sobre Rosmini.
Tras completar su formación teológica, Luciani retornó a su diócesis de origen, ejerciendo primero como coadjutor en la parroquia de su localidad natal (la citada Forno di Canale), para después trasladarse a la vecina Agordo, donde también impartiría clases de Religión católica en el Instituto Técnico de Minerales Además, entre los años 1937 y 1947 sería vicedirector y profesor de Teología Dogmática, Moral, Derecho Canónico y Arte Sagrado en el seminario de Belluno. Años, por otra parte, muy duros para su país, embarcado en el Eje Berlín-Roma-Tokio durante la Segunda Guerra Mundial, hasta que en abril de 1945 finalizó la contienda para el país con la ejecución de Benito Mussolini y sus principales colaboradores. Años también donde se configuraría un nuevo sistema político, con el paso de una monarquía a una república parlamentaria en el que el principal partido gobernante sería, hasta comienzos de los años 90, la Democracia Cristiana (DC) fundada por el trentino Alcide de Gasperi y continuada tiempo después por otros líderes como Amintore Fanfani o Aldo Moro.
La carrera episcopal de Luciani se había iniciado al recibir, en diciembre de 1958, el nombramiento como obispo de Vittorio Veneto, diócesis sufragánea del patriarcado de Venecia. Once años después sucedería al frente de Venecia a Giovanni Urbani (sucesor, a su vez, de Angelo Roncalli), para después ser creado cardenal el 5 de marzo de 1973. En ese sentido, cuando Luciano fue elegido Pontífice, no puede decirse que fuera un absoluto desconocedor de la Curia romana, ya que había sido miembro de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, aunque bien es cierto que se trataba de una congregación mucho menos importante que otras como la dedicada a la doctrina de la fe, a los obispos o los sacerdotes.
Así que, cuando el 3 de septiembre de 1978 tomó posesión como nuevo Pontífice, contaba con casi 76 años de edad. Para ese momento había decidido tomar un nombre totalmente novedoso en la larga historia pontificia: el de Juan Pablo I, dando a entender que quería seguir con la labor renovadora tanto de Juan XXIII como de Pablo VI. Pero, lamentablemente, todo se truncó demasiado pronto: el 28 de septiembre, 33 días después de su elección, fallecía por causas naturales en su alojamiento pontificio. El Papa de la sonrisa, como se le había conocido desde el inicio, dejaba de nuevo sin guía la Iglesia universal. Pero dejaba claro que la siguiente elección pontificia sería con toda seguridad muy compleja: sin un claro candidato, y con tantos y tan buenos cardenales papables, el colegio cardenalicio se encontraría de nuevo ante el reto de elegir a la cabeza visible de la Iglesia católica universal.