El comienzo de la misión - Alfa y Omega

El comienzo de la misión

Domingo de la 2ª semana de Pascua / Juan 20, 19-31

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
Cristo con el dubitativo Tomás y los apóstoles de Henri Lehmann. National Gallery of Art, Washington (Estados Unidos).

Evangelio: Juan 20, 19-31

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».

Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Comentario

Hemos concluido nuestra Semana Santa con la Resurrección del Señor celebrada en la Vigilia Pascual y proclamada el Domingo de Pascua. Ahora iniciamos ese recorrido que la explica y trata de vivirla. El Evangelio que proclamamos se sitúa al anochecer, en la caída ya de la tarde. Es la oscuridad, el miedo, las puertas cerradas, la clausura, el bloqueo. Aparece Jesús en medio y se dirige a los discípulos con el saludo de la paz. No la paz que da el mundo, sino la paz de Cristo resucitado. Surge la alegría. Sopla el Espíritu, los recrea, los capacita, los contagia de su resurrección para que empiece la gran misión: el perdón, la regeneración.

La segunda parte del Evangelio nos presenta a Tomás, que no está en el grupo cuando se aparece el Resucitado. ¿Cómo se va a enterar si no ha participado en el primer encuentro pascual? Hay que estar en la Iglesia. Cuando descuidamos nuestra asistencia activa a la Eucaristía dominical el corazón se va enfriando, la fe se va congelando y al final somos como Tomás: «Si yo no veo, no creo». Tomás se reintegrará. Y el domingo siguiente, el primer día de la semana, Jesús viene a rescatarlo. Se hace presente y lo invita a que toque sus heridas: sus pies, su costado, sus manos. Jesús se revela a Tomás en las llagas. Tomás toca el cuerpo del Señor, palpa sus heridas, se postra en tierra, adora, y dice: «Señor mío y Dios mío». Es una confesión clara y solemne acerca de la divinidad de Jesús. El apóstol ha confesado: «Tú eres mi Señor, Tú eres mi Dios». La confesión es explícita, de tal manera que el mismo evangelista, dirigiéndose a su comunidad de aquel momento, dirá: «Dichosos los que crean sin haber visto», los que crean por el testimonio.

El Evangelio de Juan comienza con la creación (Jn 1, 1), y la creación en el Génesis empieza en esa noche eterna de la nada, del caos en el que va a actuar Dios. El Evangelio de Juan termina con el «primer día», es decir, con la nueva creación. Juan entiende que la Resurrección es el primer día de la nueva humanidad. Quien asiste a la Misa dominical, participando activamente, está llamado a despertar la conciencia de que es el primer día de una vida nueva. En la Eucaristía se disipan las dudas, se acaba el miedo y comienza la misión, porque ahí nace el hombre nuevo. La Misa dominical es el primer día del Paraíso, el gozo de la novedad, el comienzo de la misión. Lo que ocurre es que, aparentemente, seguimos igual: continuamos envejeciendo, los días se nos escapan. Pero Cristo ha resucitado y esta es la gran novedad. Algo nuevo late, algo novísimo se va abriendo camino en esta humanidad vieja que ahora comienza su primer día pleno.

El primer día da inicio a la gran misión de la Iglesia: la continuidad de Jesucristo mediante la Eucaristía. De ahí tiene que brotar todo. No nos olvidemos de lo más importante: la fuente, el hogar, es la Eucaristía. Esta misión de la Iglesia aparece claramente en el encuentro con Tomás que escuchamos en el Evangelio de este domingo: se trata de sanar las heridas del hombre viejo mediante el perdón.

¡Qué importante es el perdón! ¡El perdón completo! El perdón que es acercarse al herido aunque sea culpable de su herida, el perdón que es no rechazar al pecador y acoger su arrepentimiento —aunque no sea explícito—, el perdón que es la integración en la comunidad mediante el sacramento de la Penitencia, el perdón que es ese diario «pasar por alto» las faltas para poder convivir estrechamente.

¡Qué significativo es que la misión se identifique con el perdón y que ese perdón sea obra del Espíritu! Una vez más proclamamos esto: perdonar no es dar una amnistía, no es quitar la pena, sino sanar. Quien es curado porque el Señor le impone las manos y comulga su Cuerpo no necesita ninguna amnistía. Es un hombre nuevo.

Pidamos al Señor un corazón nuevo, un espíritu nuevo. Entonces no hará falta la amnistía. Bastará la acción divina del perdón.