La escritora norteamericana Rachel Carson, en un maravilloso ensayo titulado El sentido del asombro, descubrió a través de su sobrino Roger que esta cualidad es inherente a los niños y se va diluyendo en los adultos. Cada vez somos más difíciles de asombrar y, cuando se produce, es más efímero. Los expertos lo justifican porque nos encontramos en sociedades con un rebosamiento de estímulos de tal magnitud que reduce nuestra curiosidad y nuestro proceso de aprendizaje y pensamiento. La consecuencia más inmediata de todo ello es un fenómeno de descreimiento y de deconstrucción de la verdadera realidad para ensamblar otras realidades artificiosas. Deslegitimamos así el conocimiento y despreciamos los estudios o las informaciones más rigurosas para terminar convenciéndonos de discursos negacionistas y de teorías de la conspiración.
El asombro es un don humano cuya pérdida trastoca nuestra propia esencia; es la admiración por la belleza de la reinauguración de Notre Dame sin atascarnos en polémicas absurdas sobre la ausencia de nuestros políticos; es empatizar con el dolor y el sufrimiento de los que padecen la guerra o una catástrofe como la DANA; es estar agradecidos a lo que somos y al mero hecho de existir.
En estos días de Navidad, el asombro nos ayudará a acercarnos a Dios mucho más de lo que imaginamos, como sucedió en aquella maravillosa historia que contó el teólogo francés René Voillaume sobre una figura de un belén, en Provenza, donde había un pastor con sus manos vacías y el rostro lleno de asombro. Los demás pastores se disgustaron y le recriminaron que no llevara ningún regalo al Niño Dios. Pero la Virgen María intervino en su defensa: este pastor —a quien llamó «el Asombrado»— le traía el regalo más valioso, su admiración por el gran momento que estaba viviendo y por el increíble amor de Dios. Y concluyó: «El mundo seguirá siendo maravilloso mientras haya personas, al igual que este pastor, que sean capaces de admirar y de asombrarse».