El árbol bueno - Alfa y Omega

El árbol bueno

Sábado de la 23ª semana del tiempo ordinario / Lucas 6, 43-49

Carlos Pérez Laporta
Jesús y sus discípulos. Honoré Daumier. Rijksmuseum, Amsterdam. Foto: Lluís Ribes Mateu.

Evangelio: Lucas 6, 43-49

En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos:

«No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.

El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca.

¿Por qué me llamáis «Señor, Señor», y no hacéis lo que digo?

Todo el que viene a mí, escucha mis palabras y las pone en práctica, os voy a decir a quién se parece: se parece a uno que edificó una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo derribarla, porque estaba sólidamente construida.

El que escucha y no pone en práctica se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó desplomándose, y fue grande la ruina de aquella casa».

Comentario

Puede que las palabras de Jesús nos hagan mirar nuestras obras y nos avergüencen. ¿Por qué damos malos frutos tantas veces? Algunos filósofos pensaban que bastaba con entender: si uno comprendía el bien, lo haría. Pero nosotros no vivimos así, porque sabemos que muchas veces nos vemos sin fuerzas para hacer el bien que querríamos. ¿Por qué ocurre esto? Los gnósticos interpretaban esta imagen de Jesús en un sentido determinista: el que es mal árbol por naturaleza está destinado a la perdición, y nada puede hacer; el que es árbol bueno se salvará de manera natural. Pero esa tampoco es nuestra experiencia, porque también comprendemos y elegimos y, aunque estamos condicionados por nuestra naturaleza, no estamos determinados.El Evangelio en realidad da en el clavo: el elemento principal de nuestras buenas obras no proviene en primera instancia de nuestras buenas ideas o de nuestras buena disposición natural; sino del acopio de Bien que hacemos en el corazón, de la bondad que atesoramos, porque «de lo que rebosa el corazón habla la boca».

Nosotros no sacamos el bien de nuestras propias fuerzas o sentimientos, el bien siempre viene de fuera, de Dios que es el sumo Bien. En nosotros actúa de manera refleja: los niños son más buenos cuánta más bondad han recibido desde pequeños; del mismo modo, nosotros, cuanto más atesoramos la bondad de Dios, más crecemos en nuestra capacidad de ejercitar el bien.

Es el caso de María. Seguro que cuando Lucas escribía estas expresiones no olvidaba cómo había escrito que María guardaba todas los acontecimientos de la vida de su hijo en el corazón y los meditaba. María fue preservada del pecado original porque le fue dado atesorar ya en su concepción la bondad de la creación divina. Pero fue creciendo en bondad y santidad no determinada por su impecabilidad, sino por su afán de seguir custodiando en su corazón cada gesto de amor que el Señor tenía con ella.