El amor no se improvisa - Alfa y Omega

El hombre es esa extraña criatura en cuyas manos ha sido puesta su propia vida; ese peculiar animal que no solo vive, sino que también se vive. Esto hace que tengamos que estar siempre eligiendo, prefiriendo, postergando, ajustando y reajustando una y otra vez aquello que hemos decidido vivir para vivir bien. Hasta tal punto que raras son las ocasiones en que podemos decir que nos hemos entregado a lo elegido de una vez por todas. Esto está lejos de ser diferente en la vida espiritual. En efecto, nadie elige tan firme y definitivamente a Dios que ya no se vea en la necesidad de ofrecerle su «sí» a cada momento –esto solo sería propio de lo que Kant llamaba una «voluntad santa»–. Hemos de elegir a Dios en cada uno de nuestros pensamientos, de nuestras palabras, de nuestras obras. Sin embargo, hay pocas cosas importantes en la vida que puedan ser abandonadas a la improvisación.

El amor no se improvisa. Tampoco, entonces, la amistad. No hay forma de amar realmente a alguien si no se le frecuenta, si no se le conoce, si no se aprende a estar con él, y a estar gozoso. Pero solo quien ha amado sabe que el amor verdadero no llega en nosotros como una centella, sino que requiere cierta calma y poso; y, cuando llega centelleante, centelleante huye al poco. Quizás no acabe de amar quien no haya aprendido incluso a aburrirse con el amado. Es decir, solo es amor si lo es en la inquietud y en el reposo, en el llanto y en el gozo. Para ello nadie nace entrenado. Con facilidad nos distraemos, nos desmemoriamos y fijamos nuestros ojos en lo que no es sino secundario; ponemos el corazón en aquello que no lo sacia; nos vendemos al primer postor, poniendo la vida en lo que carece de ella, amando lo que no merece ser amado. Apenas presentamos resistencia cuando llaman a nuestra puerta otras lógicas que buscan ser concubinas de la del amor, bien la de la apetencia, bien la de la comodidad, o bien la de la vida fácil y sin mucha vuelta ni complicación… Tal es nuestra condición vacilante y centrífuga. Hay, pues, que expurgar aquello que nos hace vivir encorvados, vueltos hacia solo nosotros mismos. Hay que ejercitar el corazón, enseñarlo a mirar, a elegir y rechazar, a poner en orden su amar. Por eso dice el maestro de Tagaste: «Vive justa y santamente aquel que es un justo tasador de las cosas. Ahora bien, este es el que tiene el amor ordenado, de tal modo que ni ame lo que no se ha de amar, ni deje de amar lo que se ha de amar, ni ame más lo que se ha de amar menos, ni ame por igual lo que se ha de amar menos o más, ni menos o más lo que se ha de amar por igual».

Solo podemos, pues, elegir y darnos por entero a ese Dios que nos quiere amigos si dejamos que nos enseñe a estar con Él, si nos dejamos educar en aquel oficio de justo tasador. Esto es tarea de una vida. No existe otro camino para zafarnos de la mundanidad que incorporamos. No hay otra vía para quienes anhelamos vivir justa y santamente, para quienes deseamos ser hombres de Dios. Bien saben estudiantes y atletas que mucho aprovechan los entrenamientos intensivos, los ratos largos y seguidos de ejercicios, pues los cortos y espaciados quizás se olvidan antes, habitúan menos, y menos también determinan. Mucho aprovecha igualmente en este caso un mes de ejercicios… espirituales a quienes quieren coger ya la forma para tomar parte con el Señor en la carrera de la vida. ¿A qué, entonces, el miedo a los ejercicios? Miedo, más bien, a dejar de hacerlos.