El amor a los enemigos - Alfa y Omega

El amor a los enemigos

7º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 6, 27-38

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
‘Cristo y sus discípulos’. A. N. Mironov.

Después de la proclamación de las bienaventuranzas, el Evangelio de Lucas presenta un discurso de Jesús dirigido a aquella multitud que había venido a escucharle cuando bajaba de la montaña con los doce (cf. Lc 6, 17). Esta enseñanza tiene un tono particular. No aparece el enfrentamiento con la tradición de los escribas de Israel, sino que muestra la diferencia cristiana que los discípulos de Jesús deben vivir ante los demás pueblos.

«A vosotros los que me escucháis, os digo…». Estas son las primeras palabras de Jesús, que introducen un mandato, una exigencia fundamental: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian». Ciertamente, estas palabras están conectadas con la cuarta bienaventuranza sobre los perseguidos por seguir al Señor (cf. Lc 6, 22-23), pero en realidad se dirigen a todo oyente que quiera convertirse en discípulo de Jesús.

El amor a los enemigos no es solo una invitación a vivir de manera extrema el mandamiento del amor al prójimo (cf. Lv 19, 18; Lc 10, 27), sino una exigencia fundamental que es paradójica, desconcertante y escandalosa. Por tanto, este mandato de Jesús se presenta como una gran novedad con respecto a toda ética y a toda sabiduría humana.

Con este mandato, que Él mismo vivió en la cruz pidiendo a Dios que perdonara a sus asesinos (cf. Lc 23, 34), Jesús pide lo que solo es posible por la gracia. Aquí, pues, Cristo rompe con la tradición, y presenta el novedoso comportamiento del verdadero discípulo: es la justicia que va más allá de toda justicia (cf. Mt 5, 20), es la fatiga del Evangelio, es la locura de la cruz (1 Cor 1, 18.22-23).

Ahora con Jesús, esa violencia limitada por la norma, por la ley del talión, la legítima defensa, la norma de convivencia, incluso ese amor al prójimo y esa capacidad de perdón a los nuestros, se quedan muy cortos. Él pronuncia en este Evangelio algo que tenemos tan oído que tal vez no somos conscientes de su intensidad: el amor a los enemigos. ¿Nos damos cuenta de lo que significa esto? El enemigo es el que ha puesto en peligro mi vida, el que me ha causado una herida incurable, el que ha perjudicado gravemente a mi gente, el que me amenaza constantemente, el que se ha llevado mis bienes, el que me ha metido en pleitos y juicios sin necesidad y sin razón. Y Jesús nos invita a orar por ellos, a desearles el bien. Es decir, a pedir al Señor que se conviertan, que sean felices, que tengan suerte en la vida. No se trata de rezar un padrenuestro de compromiso. Es ponerlos en la presencia de Dios, conmigo, y decir con el corazón en la mano: «Señor, es mi hermano, atiéndelo». ¿Nos damos cuenta de lo que nos pide Jesús?

El amor a los enemigos no es natural de alguna manera, porque en la naturaleza hay que pelear, y el instinto de conservación nos conduce a defender a toda costa nuestra vida, nuestros bienes y nuestra familia. El enemigo es un peligro ante el que hay que luchar y del que tenemos que defendernos. Sin embargo, el Evangelio nos invita a amar a los enemigos. ¿Cómo nos puede pedir algo así?

Nuestra sociedad en parte es de supervivientes, que defienden, luchan y pelean, dispuestos a herir para no ser heridos. Sin embargo, frente a esta supervivencia aparece la convivencia, que es compartir la vida con otros, considerar de verdad prójimo a toda persona que se acerca a nosotros. De este modo, el esfuerzo por sobrevivir (la defensa, la agresión, la unión cerrada) da paso en mayor o menor medida a otra forma de ser: la acogida, el perdón y el amor. Convivir es la actitud de vivir con otros, cargar con ellos, depender de ellos, respetarlos. En muchas ocasiones por atender a nuestros padres, cónyuges o hijos, no sólo perdemos horas, sino que a veces perdemos años de nuestra vida. Pero no nos importa, porque los queremos. El problema cristiano es: ¿hasta dónde amamos? ¿Hasta nuestros padres, hermanos, y las personas que nos quieren? ¿O más allá todavía? Esa es la pregunta fundamental.

Cuando la caridad de Dios entra en nuestra vida, ¿cómo vamos a ver personas para destruir? ¡Imposible! Veremos personas para convertir, regenerar y conducir a la bondad. Cuando de verdad experimentamos y sabemos que nuestra vida está abierta a la eternidad, que ya está aquí la eternidad, la prioridad no es vencer ni derrotar, sino aprender a vivir esa eternidad donde no habrá que defenderse contra nadie y donde no podrán destruirnos. Empezar a vivir ya aquí la vida eterna, adelantar el Reino entre nosotros (eso son las bienaventuranzas), es la condición necesaria para cumplir el amor a los enemigos. El Señor lo hace posible. Unámonos a Él, participemos de su vida, y veremos cómo podemos lograrlo.

7º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 6, 27-38

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida que midiereis se os medirá a vosotros».