Testigos de la santidad de Dios - Alfa y Omega

Testigos de la santidad de Dios

5º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 5, 1-11

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
‘La pesca milagrosa’, de Jacopo Bassano. Galería Nacional de Arte de Washington (Estados Unidos). Foto: Lluís Ribes Mateu.

En este quinto domingo del tiempo ordinario la atención se dirige a Dios. La mirada se abre a la presencia divina, con temor y temblor, con asombro, con amor. En los textos bíblicos que nos presenta la liturgia podemos encontrar diversos elementos que caracterizan, según la Escritura, la dinámica de una llamada. Se trata de Is 6, 1-8, la vocación profética de Isaías y su envío al pueblo, y del relato de la llamada de los primeros discípulos de Jesús, según la narración de Lc 5, 1-11. En dos contextos muy diversos, la misma Palabra de Dios entra en la vida del hombre, y comienza un diálogo que se transforma en llamada y en misión. Isaías ve algo que es al mismo tiempo fascinante y tremendo, el Señor sentado en un trono alto y excelso, la orla de su manto llenando el templo, y los serafines en pie junto a Él gritando tres veces: «Santo» (cf. Is 6, 1-3). Jesús, entre la multitud que se agolpa en torno a Él para escuchar la Palabra de Dios (cf. Lc 5, 1), ve dos barcas y unos pescadores. Isaías experimenta distanciamiento y lejanía de Dios («¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros…»: Is 6, 5). Ante la fuerza de la Palabra de Jesús, aparece en Pedro la conciencia de su propia pobreza, de su pecado («Señor, aléjate de mí porque soy pecador»: Lc 5, 8).

El encuentro con Dios cambia profundamente a Isaías: es llamado a ser profeta, y sus labios serán purificados para una misión que Dios le confía (cf. Is 6, 6-8). Pedro, el pescador, y sus compañeros, son llamados a ser discípulos de Jesús y a anunciar el Reino entre los hombres: de pescadores de peces llegarán a ser «pescadores de hombres» (cf. Lc 5, 10). Frente al poder y la gratuidad de Dios, Isaías se da por vencido («aquí estoy, mándame»: Is 6, 8). Los cuatro pescadores «sacaron las barcas en tierra, lo dejaron todo y siguieron a Jesús» (Lc 5, 11).

Desde el principio hay un elemento que engarzará varios momentos de la escena de Lucas: es la Palabra de Jesús. Él está anunciando la Palabra de Dios (cf. Lc 5, 1); sobre la Palabra de Jesús Simón Pedro echará las redes (cf. Lc 5, 5); y, finalmente, sobre la Palabra de Jesús los cuatro pescadores dejarán todo para seguirlo (cf. Lc 5, 10-11).

La Palabra de Jesús provoca una conversión en Simón Pedro y en sus compañeros, cambiando su identidad («pescadores de hombres») y su camino («de ahora en adelante»). Serán llamados a encontrar personas y a comunicarles la vida del Señor mediante el anuncio de su Evangelio (1 Cor 15, 3-5). También aquí a Pedro y a sus compañeros se les pide obediencia y fe («no temáis»), a través de un desprendimiento radical de su pasado, para caminar detrás de Jesús, fiándose de Él y de su Palabra.

Si intentamos aunar los distintos elementos que aparecen en las lecturas de este domingo podremos ver cómo apuntan al núcleo radical de la fe. Esta tiene una dimensión de respeto al acontecimiento de la presencia de Dios en la vida, sobre todo, en Cristo: en su Encarnación y en su Pascua. Cuando decimos el credo no recitamos una mera oración ni exponemos simplemente nuestra creencia, sino que confesamos sucesos fundantes del mundo, de la historia y de nuestra persona. Y por eso es necesario que esa fe, ese choque con el acontecimiento se traduzca en palabras y lo podamos proclamar.

El cristianismo se expresa en una confesión de fe: conocemos lo que creemos, y sabemos decirlo. No se trata de un ámbito irracional, ni de mitos y leyendas. Es algo que conocemos y sabemos decir: algo que ha acontecido y que tiene hoy actualidad, y por eso lo proclamamos y transmitimos. El acontecimiento que confesamos rompe el corazón, lo ensancha. Es el calor de Dios que nos quema, la zarza ardiente, el fuego del Espíritu. El credo no es un recitado intelectualista frío, sino el grito de un corazón herido, ensanchado, fervoroso. Porque aquel acontecimiento que confesamos (la Encarnación, la Muerte y Resurrección; es decir, el amor paterno de Dios hacia nosotros que nos entrega al Hijo) es un acontecimiento que altera la vida, que afecta al corazón, a los sentimientos profundos, a la mirada al mundo, a los juicios sobre sí mismo. Es la santidad divina que se manifiesta. Y por eso, la confesión de fe es inseparable de una experiencia cálida de la presencia de Dios. Sin embargo, eso no se conquista, es un regalo. Y a cada uno el Señor se lo ofrece de una manera distinta.

Confesamos una fe razonable, que conocemos y sabemos expresar. Pero el punto de partida es un corazón herido, abierto, caldeado por el Espíritu Santo. Son unos ojos que lloran, una mano extendida, un abrazo fraterno, un beso del Señor. De lo contrario el credo no sería propiamente una confesión, porque la fe no nacería ni se alimentaría de donde debe brotar y nutrirse: del corazón divino.

Cuando la confesión de fe pasa por el corazón y nace del fuego divino, es inseparable del envío. ¿Cómo puede uno creer sin proclamar? ¿Cómo puede uno creer sin regalar lo que cree? Esa fe, ese credo expresado, recitado, cantado, nace del corazón, de la experiencia de Dios, pero no se queda en el interior. La fe no es un asunto privado. Pedro será «pescador de hombres», a pesar de ser un pecador. Isaías es indigno, pero Dios purifica sus labios y lo envía para que hable en su nombre. El creyente confiesa la santidad de Dios en los acontecimientos que han sucedido. Es un testigo de la santidad divina. No pierde esa conciencia de pecador. Al contrario, conforme avanza en la relación con el Señor siente con más fuerza su indignidad. Pero no deja de transmitir y recitar lo que cree: es un pregón, que de una manera u otra está siempre proclamando. Eso nace de un corazón herido, ampliado, roto, abierto por el fuego de Dios: de una experiencia de la santidad divina, que se gesta y crece en la oración, en la amistad con el Señor, y que acaba siendo un grito con los labios y con la vida.

5º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 5, 1-11

En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios. Estando él de pie junto al lago de Genesaret, vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores, que habían desembarcado, estaban lavando las redes. Subiendo a una de las barcas, que era la de Simón, le pidió que la apartara a un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca». Respondió Simón y dijo: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes». Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse. Entonces hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador». Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres». Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.