Celebramos estos días la Encarnación. La llegada del Hijo del Hombre. La promesa de Redención hecha carne y proyecto de vida fraterna sobre la tierra. El nacimiento de Jesús es un episodio localizable en el tiempo y en el espacio, una realidad trascendental convertida en inicio de un nuevo ciclo de la historia. Acontecimiento crucial que tiene la entidad de un símbolo, de un hecho fundacional de la humanidad: el de la reconciliación entre Dios y el hombre. Un mensaje que ha proporcionado durante veinte siglos no solo la esperanza de la redención, sino la voluntad de instaurar la justicia en la tierra.
De nuevo, el brote de una pasión amorosa hizo temblar la infinita respiración del universo. De nuevo, las manos del Creador dieron forma humana a nuestro destino. De nuevo, obtuvimos la gracia de nuestra condición de seres hechos a imagen y semejanza de Dios. Seres conscientes de nuestra dignidad intangible, custodios severos de la integridad de nuestra alma, cuerpos dotados de inteligencia para presentir la inmortalidad. Seres capaces de salvarse o condenarse, hombres libres, manifestaciones vivas de un inmenso e interminable deseo de Dios.
El misterio sagrado de nuestro ser
Proclamamos cada Navidad el misterio sagrado de nuestro ser. Veneramos el momento en que nuestra existencia restauró el ritmo sereno de la eternidad. Nuestra conmemoración no es el recuerdo de un hecho del pasado solamente. Celebrar el nacimiento de Jesús no es solo una tradición generacional o un mero refugio de nuestra cultura, aunque nuestra tradición y nuestra cultura sean incomprensibles sin el cristianismo. Es, además, y sobre todo, la afirmación de una permanencia: lo que somos como hombres en el mundo. Lo que somos, también, como criaturas conscientes, herencia precisa de la voluntad de Dios frente a la determinación de la materia. En el barro inerte, sobre la muchedumbre de espasmos instintivos que se agitaban en la tierra, el aliento de Dios nos concedió una vida de hombres. De su boca brotó el espíritu. En el polvo desordenado y en el fango ciego arraigó la conciencia misma de existir y cobró altura la idea de la libertad.
La profundidad amorosa de ese acto fundacional fue restaurada en una Navidad de hace más de 2.000 años. La Encarnación fue un acto de compasión y de complicidad con el alto destino del hombre que solo podemos intuir en nuestros mejores momentos, cuando atisbamos apenas lo que solo por analogía podemos llamar la voluntad del Creador. Jesús no dejó de decir que había venido a restituir una promesa, a restablecer una alianza, rotas y despreciadas por el pecado. Esta promesa y esta alianza son las que nos permiten vivir como seres dueños de nuestros actos, individuos tocados por la mano de Dios, hombres en los que el hálito divino depositó la superioridad del espíritu, la autonomía de la razón, la energía de la fe, la tensión del juicio moral, la penetrante fuerza del amor. No somos una parte más de lo que vive en el mundo. No somos una especie más colocada en la escala de la evolución. No somos un animal afortunado que ha conseguido beneficiarse de un accidente de la genética. Somos la criatura elegida, el lugar en el que palpita, como no puede hacerlo en ninguna otra parte, la conciencia misma de la Creación.
¿Rebeldía o servidumbre?
En estos días de celebración, cuando tendemos hacia el mundo nuestro corazón en vela, tratando de comprender el milagro de nuestra existencia libre, hemos escuchado las voces dolorosas de un enfrentamiento entre ciudadanos, basado siempre en la exaltación de la identidad separadora. Entre todas las voces, una especialmente ha podido turbarnos, porque llega a lo más hondo del mensaje de emancipación del individuo que proclamó el acto creador. Un grupo político independentista catalán clausuraba sus mítines con un «Visca la terra!». Lo que se presenta como altanera muestra de rebeldía es, en realidad, un absurdo testimonio de servidumbre. Lo que debe vivir es el hombre. Y lo que singulariza al hombre es el espíritu. Nuestra conciencia es una permanente lucha contra las limitaciones de la materia. Nuestra libertad es una constante afirmación de nuestra condición humana frente a la resignación naturalista de quienes creen que, por encima del hombre vivo se encuentra la determinación de la tierra. Nunca el afecto por el lugar en el que se ha nacido y por el espacio cívico que construimos puede llevarnos a una mitificación como la que esa consigna y sus amargas resonancias nos sugieren. ¿Viva la tierra? ¿Viva aquello que pretende reconciliarnos con el paisaje concreto a costa de nuestra universalidad? ¿Viva aquello que nos integra en la materia a costa de nuestra excepcionalidad espiritual? ¿Viva la lealtad a la inercia abrumadora del territorio?
Polvo al polvo, ceniza a la ceniza. «Te mostraré el miedo en un puñado de polvo», escribió el grandísimo T. S. Eliot uno de los mayores poetas del siglo XX. Nuestro miedo de cristianos es perder, precisamente, ese hilo existencial que nos da sentido frente a lo que siempre podemos volver a ser. Un puñado de polvo inconsciente y sin sentido. Lo que éramos antes de que sobre el barro se derramara el aliento de Dios.