La actriz Mercedes Bernal («la otra») aprieta los labios de manera casi imperceptible. Silvia Rey («la una») inclina levemente el rostro y se le saltan las lágrimas. Rápidamente se repone y actúa como si nada. Ambas acciones apenas duran unos segundos y crean uno de los momentos más emocionantes, intensos y verdaderos de esta obra. Obviamente, no podrían apreciarse desde el patio de butacas de un teatro, pero las pude disfrutar, como los otros seis espectadores que me acompañaban, porque estaba a apenas unos centímetros de distancia de las actrices —tuve que tener cuidado al cruzar la pierna para no golpear la rodilla de Mercedes Bernal—. Teatro en primeros planos. Pero a diferencia de la gran pantalla, podía sentir la respiración de las actrices, cruzar la mirada con ellas y degustar los silencios, sabiendo que precedían a unas palabras que no serían pronunciadas jamás de la misma forma.
En una pequeña habitación cerrada de una antigua carnicería del centro de Madrid —que hoy es el multiespacio escénico Microteatro por dinero— se representa Edades, de apenas quince minutos de duración. La misma duración que el resto de las microobras que se pueden ver en las otras tres salas en cualquiera de las seis sesiones diarias, permitiéndonos escoger el número de funciones que queremos ver en una noche. Si en una crítica anterior alabábamos la iniciativa de una sala como Tarambana en la que se pueden descubrir pequeñas joyas rebosantes de pasión por el teatro, lo mismo podemos decir de este espacio, en el que una propuesta tan abierta a la experimentación como Edades se encuentra como pez en el agua.
Porque la obra del galardonado autor sevillano José F. Ortuño, dirigida por Laura Alvea, es un espectáculo en permanente transformación, en el que el texto se ofrece con estructuras narrativas distintas, puestas en escena diversas e incluso actrices diferentes —Paqui Montoya, estuvo dando vida la primera semana a una de las protagonistas, mientras que Silvia Rey actuaba en el papel que esta semana interpreta Mercedes Bernal—. Y al igual que ocurre en la literatura con el cuento, en el cine con el corto, o en la música con las piezas de cámara, en esta microobra se depuran los recursos expresivos, condensando el lenguaje teatral para narrarnos con pulso firme la historia de dos hermanas en búsqueda de sí mismas, a través de cuatro momentos de sus vidas, desde la niñez hasta la vejez.
Y es en la labor de las actrices donde descansa el peso de la obra. En Mercedes Bernal todo es verdad, naturalidad, cercanía. Y cuenta con esa elegancia espontánea que se desprende de cada uno de sus gestos y que la ha acompañado a lo largo de toda su carrera, y que solo está al alcance de unos pocos. Silvia Rey es un torbellino de emociones y de pasión, desbordante en los papeles de niña y adolescente, contenida en los de adulta y anciana, siempre en su justa medida. Ambas encarnan a la perfección dos personalidades muy distintas que tienen en común la distancia que se abre entre lo que esperan de la vida y lo que la vida les ha ido ofreciendo: «La vida es eso que pasa mientras esperas que se seque el suelo de la cocina».
Explosión de alegría en la primera escena infantil, en la que ambas hermanas hacen un pacto de sangre para estar unidas de por vida… Pero terminó la niñez y caí en el mundo, decía Luis Cernuda. A partir de entonces, las historias de las dos hermanas van a estar marcadas por la incomunicación entre ellas, con su familia y con los otros: «Me habían dicho, una amiga, me dijo que te había visto una vez por el centro. Hará dos años. Tres años. Y pensé a ver si la llamo», «¿cómo fue el entierro de mamá? Me dio una pena no poder ir. Me pillaba fatal», «y en total he estado viviendo acompañada… doscientos veintisiete días. Los demás, sola».
Ya en la escena de juventud, mezcladas ilusiones y frustraciones, complejos y obsesiones, nos van desvelando su personalidad, atisbándose el rumbo que irán tomando sus vidas. Y lo hacen con un lenguaje desinhibido, ingenioso, en ocasiones hilarante —«el test de Rochard es esa técnica de enseñarte dibujos de vaginas con la intención de que digas que estás viendo un gatito»—. Siendo el sexo, la necesidad de afecto y la insatisfacción los temas predominantes: «Tengo la libido por las nubes y la moral por los suelos».
En los dos posteriores encuentros fortuitos, en la edad adulta y en la vejez, se hacen patentes las frustraciones de unas vidas vacías y sin rumbo —«ahora me miro al espejo y hay días en que me pregunto ¿quién es ésa? ¿quién es esa señora mayor que me mira como si yo fuera una extraña?»—. Y los diálogos, casi nunca mirándose a la cara, desgranando sentencias, especies de monólogos interiores que replican al interlocutor con indiferencia —de hecho las réplicas se producen en distinto orden según las funciones— son patente manifestación de la soledad de estas vidas que arrastran un pasado del que parecen no poder desembarazarse, por mucho que la una diga, acaso para convencerse a sí misma: «ahora estoy centrada, con la cabeza en mi sitio. Creo».
Es ese pasado que nunca desaparece, que siempre está ahí como una pesada carga, ensombreciendo el presente, incapacitándolas para proyectarse hacia el futuro. En su obra Negra espalda del tiempo señalaba Javier Marías que a veces tenía la sensación de que «todos los ayeres laten bajo la tierra como si se resistieran a desaparecer del todo, el enorme cúmulo de lo conocido y lo desconocido, lo contado y lo silenciado». Y es ésta también una obra de silencios. Durante esas grandes elipsis que separan las distintas escenas ocurrieron unos hechos que marcaron a las dos hermanas, algunos de ellos podemos conjeturarlos escuchando sus diálogos parcos. Pero sus silencios hablan más que sus palabras. Y a veces tenemos la sensación de que ambas se van a echar a llorar, y a abrazarse y a contárselo todo abiertamente, mirándose a los ojos… Pero no pueden. Como en el poema de José Agustín Goytisolo: “No sabía decirlas, no podía; / porque jamás las pronunciara antes, / juntas así. / La angustia la mataba, / imposible aguantar aquel anhelo / que era dolor cruel / de tan agudo. / Y las palabras nunca dichas / fueran el único remedio/ en aquel trance.”
Y así se quedan, atenazadas, conformándose con sus vidas, incapaces de avanzar —«Ni me fui a Bélgica. Ni te llamé»—. Esperando. —«Y qué hace tú aquí? —Esperar»—. Esperando a ese Godot que nunca llega —personaje éste que una de ellas dice, inverosímilmente, haber interpretado en un grupo de teatro—. Solas, quietas y esperando. Como tantas mujeres (y hombres) que ven consumirse una vida que no es la suya. Intentando huir sin avanzar. Como en la escena final de la obra de Samuel Beckett:
«Vladimir. —Entonces ¿nos vamos?
Estragón. —Vámonos.
(No se mueven.)
Telón».
★★★★☆
Calle de Loreto Prado y Enrique Chicote, 9
Gran Vía, Callao
ESPECTÁCULO FINALIZADO