Dos años de la cumbre - Alfa y Omega

En 2019 se reunieron por primera vez en Roma los presidentes de todas las conferencias episcopales del mundo para abordar los abusos sexuales en el seno de la Iglesia católica. Del 21 al 24 de febrero, cientos de representantes eclesiales participaron en el encuentro La protección de los menores en la Iglesia. Pero ni entonces, como tampoco ahora, dos años después, los presentes en la Ciudad Eterna tenían en sus manos el mapa de los abusos. Ese mapa que jamás conoceremos y que, en ningún caso, es un apunte contable, sino un memorial que solo podrá irse edificando desde la narración en primera persona de quienes han sufrido victimización por abusos.

La escucha de la que tanto hablamos tiene, por ejemplo, esa finalidad: permitir que quienes han sufrido victimización por abusos en un contexto relacional e institucional religioso puedan poner palabras a lo sufrido. No es sencillo escuchar la voz de las víctimas. Y no lo es porque sienten miedo y vergüenza, además de un profundo sentimiento de culpa. Los psicólogos conocen bien cuáles son los factores que explican por qué las personas que han sufrido victimización a causa de un impacto traumático deliberado les resulta difícil romper el silencio. Y no se trata solo de factores individuales. Hay factores sociales que explican lo difícil que es «liberar la palabra».

Uno de esos factores es la falta de reconocimiento social. Es casi imposible que una víctima se reconozca a sí misma como tal cuando nadie, o muy pocos, le reconocen esa condición. Los españoles conocemos bien lo que les ha costado a las víctimas del terrorismo de ETA ser reconocidas como tales. ¿Quién se atreve a reconocerse como víctima de un acto injusto e inmerecido si la sociedad en la que se perpetra ese acto no reconoce que quien lo sufre es siempre inocente?

Las víctimas de abusos sexuales en el seno de la Iglesia católica, todas las víctimas, son siempre inocentes. Su reconocimiento es condición de justicia. Y es en su reconocimiento público donde se juega la integridad institucional, que no la reputación, de la Iglesia que hace dos años se comprometió no solo a prevenir, sino también a reparar.