Documento decisivo - Alfa y Omega

Documento decisivo

Alfa y Omega

«El cristianismo, según Friedrich Nietzsche —recuerda Benedicto XVI en Deus caritas est, su primera encíclica—, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?». A lo cual, el Papa, con toda razón, responde: «Pero, ¿es realmente así?». Y explica cómo ya «el Antiguo Testamento en modo alguno rechazó el eros como tal, sino que declaró la guerra a su desviación destructora: la falsa divinización del eros, que lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza», y con ello se produce la degradación del hombre, exactamente lo contrario a la alegría y felicidad verdaderas que anhela todo ser humano. «Resulta así evidente —continúa Benedicto XVI— que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser».

Anteriormente, al comienzo de la encíclica, dedicada por entero, en su primera parte, a esa verdad del amor humano objeto del documento de los obispos españoles, recién publicado y que ofrecemos en estas mismas páginas, al exponer la multiplicidad de significados del término amor, que hoy tanto se utiliza, y del que tanto se abusa dándole acepciones totalmente diferentes, el Papa muestra cómo «destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor». Sencillamente, porque en él está inscrita la imagen misma de Dios. Lejos de asemejarnos al animal, la sexualidad humana ¡nos asemeja a Dios! Evocando los relatos de la Creación en el primer libro de la Biblia, el documento de los obispos constata: «Entre el ser humano y los animales media una distinción tan radical que, con relación a ellos, aquél se siente solo». Lo leemos en el capítulo segundo del Génesis, y en el relato recogido en el primero, cuando se llega al momento cumbre de la Creación en que «dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza», y el texto sagrado lo constata diciendo con toda nitidez: «Y Dios creó al hombre a su imagen», la explicación que continúa no puede ser más elocuente, con el estilo del paralelismo semítico tan frecuente en Salmos y Proverbios: «A imagen de Dios lo creó, / varón y mujer los creó». Más que en la inteligencia, o en la libertad, la imagen divina aparece en toda su plenitud justamente ahí, en el amor esponsal del hombre y la mujer.

Es el olvido de esta verdad del amor humano, y no precisamente su reconocimiento tal y como lo enseña la Iglesia de Cristo, lo que termina convirtiendo el placer de un instante en desolación, violencia y muerte. ¿No es ésta —como subraya el documento de los obispos españoles, remitiendo a la última encíclica de Benedicto XVI, Caritas in veritate—, la del aborto, o la de la fecundación in vitro, la investigación y destrucción masiva de embriones humanos, la posibilidad de clonación, la hibridación humana… una cultura de la muerte? ¿Qué alegría y qué felicidad puede encontrarse negando de tal modo la dignidad humana? El cristianismo, ciertamente, no es toda una serie de preceptos y prohibiciones. Lo dejó bien claro el propio Benedicto XVI ya en las primeras líneas de su primera encíclica: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética, o por una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». La orientación del auténtico amor, ¡que es Dios mismo, el origen y la meta del varón y de la mujer! ¡La vocación de todo ser humano! Lo expresó admirablemente su predecesor, el beato Juan Pablo II, en la Exhortación apostólica Familiaris consortio, de 1981, a la que remite ampliamente el documento La verdad del amor humano: «Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y, en consecuencia, la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano», y por ello «la sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico: afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal». Ese núcleo, lo que nos define a todos y cada uno de los seres humanos, se llama imagen de Dios, se llama vida, y vida en plenitud, es Dios mismo. Por eso, sólo Él, el infinito, sacia la sed infinita de todo corazón humano; sin Él, la frustración y la muerte están servidas. Tan decisivo es lo que nos dicen los obispos en La verdad del amor humano.