Hemos comenzado el Adviento. Un tiempo litúrgico a través del cual la Iglesia invita a tomar conciencia de una verdad de la que siempre estamos necesitados los hombres: saber que no estamos solos, que hay alguien que nos acompaña y se acerca a nosotros. Tú, que lo sabes, comparte este oasis que tienes con los desiertos poblados del lugar donde habitas. Es verdad que esta cercanía de Dios a nuestra vida, y con ese interés que lo hace, requiere una respuesta que ha de traducirse en un modo de vivir. Y es que ese interés de Dios por nosotros, que se acerca a nuestras vidas, es como un llamamiento saludable, que no es de una vez para siempre, es todos los días, semana tras semana, mes tras mes, toda nuestra vida. Precisamente por esto, quiero acercarme a vosotros, para deciros con fuerza: ¡Despertad! Dios viene. Dios no se queda a distancia, no se queda en el cielo, tiene un interés muy especial por nosotros, por la historia que vivimos y estamos haciendo.
Dios viene y se interesa por nosotros. No lo hace porque saque algún provecho de ello. No. Lo hace porque nos ama sin más. No necesita de nosotros. Somos nosotros los que necesitamos de Él. Sin su cercanía, no sabemos lo más importante: que hemos salido de sus manos por un acto puro de amor y generosidad, «Tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y Tú el alfarero: somos obra de tu mano» (Is 64, 7). Compartamos esto con los hombres, no nos refugiemos como Noé en el arca para librarnos del diluvio; tenemos que ser audaces, y en la barca de Pedro, que es la Iglesia, que tiene que atravesar a veces tempestades, atravesar el mar de la Historia con una confianza absoluta y una esperanza sin límites en Jesucristo. La cercanía del Señor a nuestra vida nos da aliento, seguridad, confianza, audacia, valentía, fortaleza. Por su cercanía a nuestra vida, sabemos del título más grande que poseemos: hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. ¡Qué milagro acontece en la Historia y en nuestra vida personal y colectiva cuando vivimos ejerciendo esos títulos! En su cercanía, y al calor de su amor, somos capaces de construir el mundo que yo llamo del sueño de Dios, y que puso en nuestras manos, para que estuviera siempre lleno de justicia, de amor y de paz. Y todo ello, porque hemos salido de sus manos con el diseño que hizo de nuestra vida: hacernos a su imagen y semejanza. Nos ha dejado libres para vivir, pero desea librarnos del mal y de la muerte, de todo aquello que impida el desarrollo auténtico del ser humano que se hace solamente en el amor de Dios, que es donde se alcanza la auténtica felicidad.
¡No estáis solos!
Dios viene y se interesa por nosotros. Llevemos la alegría de esta noticia a todos los hombres. El compromiso que todos los cristianos debiéramos asumir en este tiempo de Adviento es llevar la alegría de quien nos muestra su rostro, y en Él y por Él nos dice quién es el hombre, qué tiene que hacer el hombre, cómo debe vivir el hombre para sí y para los demás, siendo para todos esa fotografía viva del Dios único y verdadero que se nos ha revelado en Jesucristo. El gran regalo que necesita toda la Humanidad lo podemos hacer nosotros ahora. Conocemos a Dios, sabemos que vino y vendrá, su interés por nosotros es manifiesto. Precisamente por ello, el gran regalo que el ser humano, en todas las latitudes de la tierra, debe hacer a todo los que encuentre en su camino, es comunicar que Dios viene, que tiene un interés manifiesto por nosotros. Nos lo muestra cada vez que celebramos y recordamos la Navidad, que fue la primera venida y revelación del amor e interés que tiene por nosotros. Fue el primer anuncio del Adviento que es presencia, llegada y venida. Nos ha elegido como miembros de la Iglesia, para que sigamos manifestando su presencia, llegada y venida, hasta que Él vuelva por segunda vez, y definitivamente. Nos ha dejado para que entreguemos esta noticia y digamos con fuerza a los hombres: ¡No estáis solos! ¡Tenéis un proyecto de vida! ¡Tenéis un proyecto no teórico! El Señor os ha dado su vida. Mostrad su rostro y su amor a los hombres, sed la alegría del Adviento, es decir, presencia, llegada y venida de Dios, hasta que Él vuelva. Hacedlo con la alegría de una esperanza fundada, siendo transparencia de esa alegría liberadora de Dios.
En la vida de todos los hombres se manifiesta constantemente la espera: cuando somos niños, deseamos crecer; cuando somos adultos, buscamos realizarnos y, muy a menudo, el éxito; cuando ya se está en edad avanzada, se aspira a un merecido descanso. Y es que la esperanza marca todo el camino de la Humanidad. Los cristianos tenemos una certeza inmensa: el Señor está presente a lo largo de toda nuestra vida, Él nos acompaña y nos da la salud y la salvación. Por eso, el modo de esperar es distinto, no esperamos cosas, o premios, o loterías, esperamos siempre volviendo el corazón a Quien sabemos que es el Camino, la Verdad y la Vida. Sabemos el sentido verdadero de la espera. Esperamos sabiendo que hay plenitud y que ésta solamente nos la da Cristo. Esperamos sabiendo que quien vino y se hizo presente en Belén, nos trajo el don de su amor y de su salvación y nos lo quiere dar en plenitud. Acogerlo y repartirlo es vivir el Adviento. Para hacerlo, es necesario que contemples al Señor, que escuches su Palabra, que vivas con alegría, que hagas posible que, con tu vida, capten quienes te rodean Su Belleza y la que Él ofrece a todos los hombres.