«Os deseo, queridos pastores de la Iglesia católica en China, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos, que estéis llenos de alegría aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe —de más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego— llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo»: así dice Benedicto XVI, al final de su carta a los católicos en la República Popular China, de mayo de 2007, en la que deja bien claro ese inmenso poder de la fe, que no sólo fortalece en medio de las pruebas y de la persecución hasta la muerte, sino que incluso produce una alegría ciertamente asombrosa. Se pudo comprobar, el fin de semana pasado, en el Congreso Católicos y Vida Pública, que abordaba la cuestión de la libertad religiosa, cuyo ejercicio hoy se ve, no menos que ayer, pisoteado en tantos lugares del mundo, y que, sin embargo, no deja de mostrar ese poder asombroso que torna el horror en alegría, como testimonió el seminarista chino que ha podido venir a España para prepararse al sacerdocio y, lleno de la fortaleza de la fe, volver a su inmenso país para ejercerlo en medio de dificultades mil, jugándose la vida cada instante. «Pero tengo alegría —dijo—, porque Jesucristo lo es todo para mí».
La promesa de felicidad para los perseguidos, los que lloran, los que sufren por el reino de los cielos, anunciada en el Evangelio, ciertamente no es vana; sigue mostrando, como en los comienzos de la Iglesia, toda su realísima verdad. Es preciso reivindicar, sin duda, el sagrado derecho a la libertad religiosa, pero no sólo para el bien de quien lo ejerce, sino para el bien, más aún si cabe, de toda la sociedad. Y quienes experimentan la violación de este derecho fundamental, el primero de todos, pero no están dispuestos a renunciar a su libertad, hasta dar por entero la vida, son el testimonio más evidente de ese bien supremo que es la fe en Jesucristo. Bien que resalta Benedicto XVI, en su Carta a los católicos de China: «Como pastor universal de la Iglesia, deseo manifestar viva gratitud al Señor por el sufrido testimonio de fidelidad que ha dado la comunidad católica china en circunstancias realmente difíciles». Y añade: «Tened presente que vuestro camino de reconciliación está apoyado por el ejemplo y la oración de muchos testigos de la fe que han sufrido y han perdonado, ofreciendo su vida por el futuro de la Iglesia católica en China. Su misma existencia representa una bendición permanente para vosotros ante el Padre celestial y su memoria producirá abundantes frutos… ¿Cómo no recordar, como estímulo para todos, las figuras luminosas de obispos y sacerdotes que en los años difíciles del pasado reciente han testimoniado un amor indefectible a la Iglesia, incluso con la entrega de su propia vida por ella y por Cristo?».
Todos estos testigos de la fe, junto a tantos otros, especialmente hoy en muchos países islámicos, como la mujer cristiana copta de la imagen que ilustra este comentario, que muestra su Biblia en árabe, haciendo, junto a otros cristianos, pública manifestación de su fe en El Cairo, sufren persecución y, al mismo tiempo, no se avergüenzan de Cristo, porque en Él está la vida verdadera, la auténtica libertad. Lo acaba de recordar Benedicto XVI en Benín, durante la Misa en que hizo entrega de la exhortación apostólica Africae munus: «El bautizado sabe que su decisión de seguir a Cristo puede llevarle a grandes sacrificios, incluso el de la propia vida. Pero Cristo ha vencido a la muerte y nos lleva consigo en su resurrección. Nos introduce en un mundo nuevo, de libertad y felicidad». Y añade: «También hoy son tantas las ataduras con el mundo viejo, tantos los miedos que nos tienen prisioneros y nos impiden vivir libres y dichosos… Dejemos que Cristo nos libere de este mundo viejo». ¿Acaso no es la vida plena, ese mundo nuevo, la primera y más indispensable necesidad del hombre, y por tanto el primero y más indispensable derecho humano que ha de respetarse?
Así lo dice el beato Juan Pablo II, ya en su primera encíclica, Redemptor hominis, al subrayar que, entre los derechos humanos fundamentales, «se incluye, y justamente, el derecho a la libertad religiosa»; y añade: «La limitación de la libertad religiosa de las personas o de las comunidades no es sólo una experiencia dolorosa, sino que ofende sobre todo a la dignidad misma del hombre», e insiste: «La limitación de la libertad religiosa y su violación contrastan con la dignidad del hombre y con sus derechos objetivos». El respeto de estos derechos es el bien más preciado, y es en la Iglesia de Cristo donde brilla para toda la Humanidad.
Recordando Benedicto XVI en Benín, en su encuentro con políticos, cuerpo diplomático y representantes de las religiones, los «muchos conflictos provocados por la ceguera del hombre, por sus ansias de poder y por intereses político-económicos que ignoran la dignidad de la persona o de la naturaleza», ha proclamado con toda claridad: «La Iglesia no ofrece soluciones técnicas ni impone fórmulas políticas. Repite: No tengáis miedo. La Humanidad no está sola ante los desafíos del mundo. Dios está presente». Dios, en verdad, es la vida para el hombre.