Inaugurar la temporada con esta joya de Émile Zola es enarbolar un manifiesto de rentrée con la mejor intención y lista de propósitos y enmiendas. Urge hoy, tanto como le apremió al padre del naturalismo, analizar objetivamente el papel del dinero en nuestra literatura, dejar de lamentar que cualquier tiempo pasado fue mejor para ponernos manos a la obra con esperanza y encarar el futuro incierto dignificando, en primer lugar y desde dentro, el trabajo de uno de los eslabones más frágiles y olvidados de la cadena de valor del libro: el del propio autor. Zola lo hizo en estas páginas publicadas originalmente en 1880, y no precisamente de forma complaciente. Ni siquiera con los más jóvenes dejó de ser crítico; justo al contrario, es a ellos a quienes instó con mayor vehemencia a quejarse menos y a confiar más en sí mismos («todo talento con el suficiente empuje acaba por salir a la luz»), a concienciarse de que la celebridad se alcanza con esforzada dedicación («tras toda reputación sólida, hay 20 años de sacrificios y de trabajo»). Y, sobre todo, Zola conminó a las nuevas generaciones a ser maduras y apartarse de la romantización pueril del oficio: se encarga de abolir con buenos argumentos el supuesto derecho a unos privilegios sociales que debiera obtener el genio solo por serlo, acusando a quienes se hallan ahí acomodados de no asumir unas mínimas responsabilidades legítimas.
Es Constantino Bértolo (nadie mejor) quien contextualiza en el prólogo estas disquisiciones de Zola que dinamitan lugares comunes tales como: «El espíritu literario agoniza», «la literatura está desbordada por el mercantilismo» y «el dinero acaba con el talento». También se abordan dramas como el de los premios literarios que el público deja de respaldar por distinguir obras mediocres, o la obligación que se le impone al escritor de producir sin parar porque, si deja de hacerlo, el público se olvida de él. Efectivamente, el texto no pierde vigencia. Es más, resulta abrumador que sigan manteniendo tanta relevancia las complejas relaciones descritas entre el escribir y sus circunstancias, la creación literaria y la economía, la escritura y el mercado, la cultura y el dinero. Sin dejar de ensalzar la inteligencia como el arma más noble, Zola nos insta a ser menos infantiloides en lo que se refiere a la demonización sistemática del dinero en el ámbito artístico para empezar a mirarlo con otra perspectiva: aprovechar la oportunidad, que no siempre ha existido en la Historia, de que el dinero ganado honradamente con los libros libera al escritor de cualquier tipo de protección humillante y le da libertad de creación, y, por tanto, de controlar más fácilmente sus pasos hacia la verdad y la belleza, en el mundo en que vivimos. El honor de nuestra literatura, nos dice, se basa en su independencia, y las ganancias honestas «han emancipado al escritor, han creado la literatura moderna», convirtiendo «al antiguo malabarista de corte, al antiguo bufón de antecámara, en un ciudadano libre». Es así como invita a dejar de relacionar el dinero con el envilecimiento de la literatura y empezar a valorarlo, al contrario, como una adecuada herramienta para conquistar, a través de buenas prácticas, dignidad, justicia y respeto. No deja de alentar a los autores noveles a que rechacen favores y subvenciones, y confíen en que su perseverancia les termine abriendo las puertas más cerradas.
De lo que más pecan los polémicos juicios vertidos es de rotundidad. Qué fino está Bértolo al lamentar, como base de toda crítica posible al libro, que Zola no entre a fondo en el temazo: «¿Qué es lo que aporta de especial valor la mercancía de la literatura para que se la siga necesitando?».
Émile Zola
Trama Editorial
2020
80
15 €