Destierro de Dios
XXVII Domingo del tiempo ordinario
Como suele ocurrir en las celebraciones eucarísticas dominicales, el Evangelio que se proclama desvela mejor su sentido a la luz de la primera lectura. Jesús predica en el templo de Jerusalén. En la escena que contemplamos este domingo, sigue el diálogo comenzado por Jesús la semana pasada, ante sus mismos interlocutores. Pone ahora el ejemplo de una viña de la que su propietario es despojado.
La imagen de la viña aparece también en la primera lectura de Isaías. Es deliciosa la introducción que hace el profeta en la que presenta a Dios hablando al corazón de su pueblo: «Voy a cantar… un canto de amor». El dueño de la viña se desvive por ella y, en vez de obtener el fruto previsto, recoge agrazones. Los frutos buenos que Dios espera cosechar, derecho y justicia, se tornan en asesinatos y lamentos. Ante este bello relato, es imposible no sentirse interpelado, en primera persona, sobre la calidad de nuestra respuesta ante la diligencia que en nuestro cuidado pone un Dios Providente y enamorado de la Humanidad.
En el Evangelio vuelve a aparecer la viña, pero el problema ahora ya no son los frutos que se recogen, sino la actitud de los labradores desafiantes que quieren hacerse con la propiedad de aquel terreno. El planteamiento de aquellos hombres dibuja un escenario dramático. Describe lo que el pueblo elegido hizo con los profetas y anticipa con lo que harán con el Hijo del Padre. Pero la parábola no sólo describe aquel momento. Apunta al futuro, protagonizado por el hombre de hoy, en el que se puede pretender que Dios desaparezca, como hicieron aquellos labradores homicidas. En palabras de Benedicto XVI: «Los arrendadores no quieren tener un patrón y estos arrendadores nos sirven de espejo a nosotros, hombres, que usurpamos la creación que se nos ha confiado en gestión. Queremos ser los dueños en primera persona y solos. Queremos poseer el mundo y nuestra misma vida de manera ilimitada. Dios nos estorba, o se hace de Él una simple frase devota, o se le niega todo, desterrándolo de la vida pública, hasta que, de este modo, deje de tener significado alguno» (Homilía en la Inauguración del Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía: 2 de octubre de 2005).
Aquellos hombres, dirán los interlocutores de Jesús, merecen ser ejecutados en justicia y perderán la confianza que Dios había depositado en ellos. El problema de este destierro forzado al que sometemos a Dios, es que sume al hombre en una situación desconcertante, a la par que aleccionadora. Desconcertante, pues los que estaban destinados a la vida, encuentran la muerte. Aleccionadora, pues nos ayuda a valorar, en su justa medida, lo que nos jugamos al construir nuestra vida y nuestra sociedad, dependiendo del papel real que le otorguemos a Dios.
Pero la desesperanza no es la que cierra el relato. Jesús, en esta ocasión, prolonga el contenido de la parábola con una brillante alusión a la Escritura: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Él es consciente del rechazo que suscita y de su final. Por eso anima a que seamos capaces de interpretar con la clave adecuada la partitura de nuestra vida, de la vida de la Iglesia y de la vida del mundo. Cristo es esa clave, es la roca sobre la que todo se edifica.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los senadores del pueblo:
«Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último, les mandó a su hijo diciéndose: Tendrán respeto a mi hijo. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: Éste es el heredero; venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia. Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron.
Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?».
Le contestan: «Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a sus tiempos».
Y Jesús les dice: «¿No habéis leído nunca en la Escritura: La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente? Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de los cielos y se dará a un pueblo que produzca sus frutos».