Los derechos humanos llenan los discursos políticos. Brillan en las declaraciones internacionales y en las constituciones nacionales. Se repite hasta la saciedad lo que dice el artículo 1 de la Declaración Universal que acaba de cumplir 70 años: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».
Son las seis de la mañana. Amanece en una céntrica calle de Calcuta. Los bultos que cubren las aceras empiezan a moverse. Como flores que hubieran estado resguardadas en sus capullos, las mujeres emergen envueltas en sus saris, devolviendo el color al mundo. Nacen, crecen, se multiplican y mueren en la calle. O en un slum, que es peor.
Son las cinco de la mañana. Un indígena quechua del Altiplano boliviano se levanta de la estera en la que ha dormido. Necesita masticar su hoja de coca para poder aguantar, no se sabe bien si el cansancio o el hambre. Tomará tortas de maíz con su familia antes de ir a trabajar en una mina de Oruro hasta la puesta del sol, por algo de chicha con la que alegrarse el día con los suyos.
Son las siete de la mañana. Una niña bantú de Camerún sale de la choza familiar para buscar agua. Igual que otras niñas wolof, masái, zulú o bereber que pueblan África, recorrerá varios kilómetros para encontrar agua, seguramente no potable. En los caminos de África siempre hay mujeres y niñas acarreando agua, leña, víveres y con algún niño a la espalda. Mientras, su madre se afana en calentar las bolas de cuscús que guardaron anoche. La familia pasará el día fuera. Con mucha suerte, encontrarán algo para cenar.
Más sueño que realidad
¿Derechos humanos? ¿Qué derechos para estas personas? 1.300 millones de seres humanos son pobres en todos los sentidos de la palabra: niños y niñas malnutridos; jóvenes desempleados; indígenas y campesinos expulsados de sus territorios; trabajadores mal retribuidos; marginados y hacinados urbanos, ancianos excluidos de la sociedad del progreso; y, sobre todo, mujeres. No se trata de hablar de derechos humanos, con una retórica cínica, que calla ante la desigualdad abismal de unos pocos ricos cada vez más ricos, y una multitud de pobres cada vez más pobres. Son millones de seres humanos, hombres y mujeres, descartados, excluidos, tirados en las cunetas sin nada parecido a ningún derecho humano ante nuestra mirada silenciosa, indiferente y a la vez cómplice.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos es más un sueño que una realidad para buena parte de la humanidad que malvive en condiciones infrahumanas con sus derechos conculcados. Pero el sueño –la esperanza de un mundo construido sobre la dignidad y derechos de toda persona– es responsabilidad de todos. Convertir este sueño en realidad dependerá de que cada hombre y mujer, cada institución privada o pública, con nuestros recursos y posibilidades, pasemos de las palabras a los hechos.
El desperdicio obsceno de los alimentos
¿Cómo acabar sin una referencia a los 821 millones de personas que no tienen para comer, cuando al mismo tiempo, habiendo alimentos para casi el doble de la población, tiramos un tercio a la basura?
El derecho a la alimentación, básico para toda vida, es hoy uno de los derechos fundamentales más conculcados, de manera especial por un sistema alimentario mundial construido al margen de la dignidad de las personas. El desperdicio casi obsceno de los alimentos, la insostenibilidad medioambiental de la agroindustria, la especulación y mercantilización de los alimentos con el principal propósito de aumentar beneficios de oligopolios o las luchas fratricidas por el control de las tierras de cultivo explican la realidad del hambre que, en muchas partes de mundo, especialmente en muchos países del África subsahariana es ya crónica, sistémica y sobre todo letal. Así, la lucha por el derecho a la alimentación requiere un camino nuevo ya emprendido por muchas organizaciones, asociaciones de productores y consumidores, grupos de mujeres, redes de empresas responsable, etc. En ese marco, agrada especialmente recordar el encuentro sobre el derecho a la alimentación celebrado el pasado mes de octubre en Dakar, por Manos Unidas y sus socios locales del África francófona. La primera frase de su declaración final indica el papel que la alimentación juega dentro del continente: «El desarrollo de África y su democracia se ven obstaculizados a causa del déficit alimentario de su población…». Revertir esta situación, según los propios socios, requerirá afrontar al menos tres desafíos para los que se están preparando: profundizar el enfoque agroecológico para, de manera respetuosa con el medioambiente, producir alimentos de calidad; disponer de infraestructuras adecuadas para almacenar la producción, reduciendo así la pérdida de alimentos; reforzar el rol de la sociedad civil como actor político en el derecho a la alimentación, capaz de exigir a los poderes públicos su implicación en el cumplimiento del mismo.
No son tiempos de fiestas, ni de discursos retóricos sobre los derechos humanos. Pero son tiempos de esperanza a la cual todos tendremos algo que aportar: la responsabilidad de nuestros estilos de vida y consumo, la coherencia de nuestras opciones políticas; la solidaridad de nuestras inversiones, etc. La vida digna de todos, hombres y mujeres, requiere de nuestra respuesta, de nuestro compromiso.