La proeza de John Steinbeck es que jamás cuenta fábulas con moraleja, y la dicha mejor es que no sabe hacerlo. Sus historias tienen el nervio de los que padecen y ríen con identidad propia. No es fácil escribir sobre el ser humano, ese caleidoscopio con docenas de destellos que el escritor bisoño resume en estereotipos. Cuando, en 1937, John Steinbeck escribió De ratones y hombres, quiso mostrar el envés del sueño americano desde la figura de dos tipos (uno de ellos con un grado de retraso intelectual considerable) que buscan una granja propia en la que establecerse y vivir con dignidad. Lo poco edificante de algunos de esta clase de trabajadores temporeros es que nunca logran su objetivo, acaban gastándose el sueldo en juergas y borracheras, y el futuro se les muere en las manos. Como la nuestra es una época de rejonazo económico, no más que el destello superficial de una civilización lanceada, Miguel del Arco ha montado, en el Teatro Español, de Madrid, la adaptación del clásico norteamericano, porque hay un buen puñado de paralelismos entre su época y la nuestra. Por los caminos del suroeste norteamericano post-1929 ruedan las sombras desventradas de muchas víctimas, ya que las consecuencias de las grandes depresiones económicas se cuentan por amarguras familiares y soledades.
Miguel del Arco es de lo mejorcito que tenemos en nuestro país para dirigir actores. Además, no cae en la frivolidad de dar un giro cinematográfico a sus montajes, que es moneda corriente para quienes quieren dejar en vilo al espectador. En un mundo en el que todos buscan la supervivencia aprovechándose de cualquier instrumento a su alcance para la propia satisfacción (arrojándose al bote sin contar ni con mujeres ni con niños), sorprende esta profunda relación de amistad. Lennie, el discapacitado, vive del cariño desinteresado de su amigo que, a pesar de jurarse a sí mismo dejarlo plantado en cualquier momento y arrepentirse de su prodigiosa lealtad, es incapaz de abandonarlo. Lo cuida como una madre, busca que no se meta en líos, procura desarrollarle cierta inteligencia social, le facilita el acceso al mundo exterior. La obra es un vaivén de reacciones profundamente humanas, en las que se toman decisiones dignas de un santo y las propias del mayor de los desesperados. Ahí radica su grandeza: Steinbeck nos cuenta que al hombre no le sobreviene un destino azaroso, sino que en sus manos vuelve, una y otra vez, la grandeza y responsabilidad de sus decisiones.