Me ha llegado la imagen de los restos de una de las muchas iglesias que han quedado destruidas durante la actual guerra en Ucrania. Las ruinas son las de la iglesia católica latina del Inmaculado Corazón de la Virgen María en Kyselivka, a 20 kilómetros de Jersón. El templo tenía casi 170 años y había sobrevivido a dos guerras mundiales. Pero en los últimos meses sucumbió a los bombardeos, hasta el punto de quedar más allá de cualquier posibilidad de reconstrucción.
¿Es esta una foto elocuente de lo que es esta guerra? Sorprendente y tristemente, yo respondería: «¡No!». No lo es porque toda esa parte de Ucrania —Jersón, Zaporiyia, Nicolaiev y algunas otras regiones— está sufriendo las tremendas consecuencias de la explosión del 6 de junio en la presa de Nova Kajovka, en el río Dnipro. Esto significa que la integridad de las iglesias y de las viviendas ya no es una prioridad. La prioridad es encontrar un lugar para vivir, pues las inundaciones destruyeron o dañaron gravemente las casas en toda la región; y también algo de agua para beber y un poco de alimento para comer.
En este contexto, la ayuda humanitaria que llega a Ucrania desde el extranjero no es una mera expresión de solidaridad. Es más bien cuestión de vida o muerte. Las iniciativas de solidaridad que están llevando a cabo muchas instituciones estatales y de la Iglesia son tanto el precio del amor como de la vida. O, diciéndolo con otras palabras, son el amor y la caridad que siguen manteniendo a la gente con vida.
Aquí en Ucrania sabemos que las cosas no han terminado. Porque, de forma muy similar a cómo en la presa de Nova Kajovka habían puesto minas hace meses, también las han puesto en la planta nuclear de Enerjodar, en la región de Zaporiyia. La impresión que da es que están haciendo realidad las pesadillas más increíbles.
¿Quién tiene la fuerza para poner fin a todo esto? ¿Los militares? ¿Los políticos? No creo. Solo me viene a la cabeza el Salmo 31: «Pero yo confío en ti, Señor; te digo: “Tú eres mi Dios”».