Una razón para recomendar el último libro de José María Marco, Azaña: el mito sin máscaras, reside en cierta anécdota. Anécdota que nos puede resolver cierta duda. A saber, ¿por qué ese presidente de la II República apoyó (con éxito) expulsar de ella a los jesuitas, pero no al resto de congregaciones religiosas? Parece ser que uno de sus motivos tenía raíz estética.
«Algunas órdenes religiosas», recuerda Marco, «despertaban la ternura oratoria de un Azaña que se había criado en una casa paredaña a un convento de carmelitas descalzas y próxima a otra de bernardas, que a su vez delimitaba […] una plaza recoleta donde jugó de niño y que recordaba luego como el escenario de un paraíso perdido». Parafraseando a Dostoyevski, se diría que la belleza salvó a carmelitas, bernardas y otros miles de religiosos del exilio. Aunque, bien es cierto, no de la persecución que vendría después.
Veo notable este caso porque Azaña, el que también adujera que «España ha dejado de ser católica», es un poco todos nosotros hoy. Ya no solo porque su predicción acaso esté cerca de cumplirse (poco más de un tercio de nuestros jóvenes de entre 16 y 29 años se considera católico, según la Universidad Saint Mary’s). Sino también porque cuesta imaginar que los argumentos racionales, o morales, pudiesen haber convencido a este intelectual laicista del valor del cristianismo. Un poco como también hoy nos cuesta imaginar que argumentos sesudos, o filípicas morales, acerquen lo cristiano a nuestros compatriotas. Entre otras cosas, porque ya andan cansados de los razonamientos y el moralismo que supuran mil y un movimientos sociales: ecologistas, feministas, animalistas, igualitaristas… no dejan de aleccionarnos sobre cómo vivir.
Pero aún nos queda la belleza. Desde san Agustín hasta Urs von Balthasar, por no citar al precristiano Platón, filósofos y teólogos nos han insistido: lo bello no es solo agradable, bonito. No es solo lo que diferencia ese pulcro salón fotografiado en ¡Hola! del (un tanto desastrado) comedor que tengo en casa. Las cosas de verdad hermosas consiguen más.
Piense el lector en la última vez que contempló algo espléndidamente bello. Tan bello que le hiciera incluso un poco de daño. Ese dolor grato, ¿no le informaba de algo? ¿No le decía que en el fondo es la belleza el lugar en el que quiere –¡en el que debería!– vivir? ¿Y no es esa una verdad bien relevante? El poeta Rilke sintió algo similar ante un torso de Apolo. Y de ahí extrajo la tajante enseñanza con que termina el poema a él dedicado: «Has de cambiar tu vida».
Si nos fijamos, pues, notaremos que la mejor belleza no es solo estar a gustito con lo que estamos viendo o escuchando. La belleza también nos cuenta cosas. Nos informa sobre nuestro mundo. Nos da una verdad (a veces incómoda). Y, a su vez, cada vez que captamos una verdad, ¿no tiene eso algo de bello? ¿No hay acaso hermosura en las cosas que cuadran por fin con lo real, que nos conectan con lo que sí es (no con lo que este mentiroso quiere endilgarme o aquel persuasivo colarme)? «La belleza es verdad y la verdad belleza: esto es cuanto en la tierra sabéis, no hace falta más», escribió Keats.
Por todo ello, para el cristianismo la belleza no puede ser solo un lujo o un capricho: si nos conecta con la verdad, y la Verdad con mayúscula es Dios, entonces la belleza es nada menos que un camino hacia Él, tan simple o tan complicado como pueda serlo hacer obras de caridad, leer la Escritura u orar.
Volvamos ahora, pues, a la vía Azaña. ¿En qué medida podría algún niño de hoy, adulto laicista dentro de 30 o 40 años, guardar un mínimo resto de cariño por los religiosos y la religión, solo por la belleza que ahora estén aportando a su infancia? Bien es cierto que nos queda un enorme legado de nuestros antepasados: catedrales, pinturas, música sacra, monasterios… Incluso se conserva esa recoleta plaza, junto a las bernardas de Alcalá, que hizo apiadarse a Azaña de las órdenes religiosas.
Pero hoy ¿qué aportamos a ese legado? ¿Qué aportan esas Misas dichas deprisa («no te enrolles, que la gente se aburre»), cuando todos sabemos que no aburre el tiempo, sino el modo? ¿Qué aportan esas homilías sin ningún cuidado por la bella oratoria, en tiempos en que hasta la declaración del concejal más humilde se afana por atildarse con cierta retórica? ¿Qué aportan esos nuevos templos inspirados en naves industriales, si nos consta que la fe no se fabrica en serie? ¿Qué aporta ese pobrismo mal entendido que afea tanta capilla o indumentaria, cuando sabemos que el argumento para no pensar en lo bello «porque los pobres lo necesitan más» se utiliza en los Evangelios, sí, pero… por parte de Judas (Jn 12, 3-8)?
La Iglesia se está volviendo fea en los últimos tiempos. Y eso no es un problema porque aleje a más y más gente. Es un problema porque esa fealdad transmite un mensaje falso. Que es otro modo de decir que la belleza transmite verdades, hoy, imprescindibles.