«Cuando vaya al otro lado del mundo»
Benedicto XVI confesó que cuando intentaba imaginar el Paraíso siempre pensaba en su infancia y juventud, en ese contexto de confianza, alegría y amor
En el verano de 2012, durante el Encuentro Mundial de las Familias celebrado en Milán, una niña vietnamita, llamada Cat Tien, le quiso preguntar al Papa sobre su niñez y sobre su familia, y Benedicto XVI le respondió esbozando que lo más parecido al cielo es una familia feliz. Recordó ante miles de familias que el punto esencial para la suya «era siempre el domingo, aunque empezaba ya el sábado por la tarde. Mi padre nos leía las lecturas del día, tomadas de un libro muy conocido entonces en Alemania, donde también se explicaban los textos».
Así empezaba su jornada dominical: «Entrábamos ya en la liturgia, en una atmósfera de alegría. Al día siguiente íbamos juntos a Misa», explicó Benedicto XVI. Su casa estaba cerca de Salzsburgo, así que tenían acceso a mucha música —Mozart, Schubert, Haydn— y, «cuando empezaba el kyrie, era como si el cielo se abriese». Y luego, en casa, «era muy importante, naturalmente, la comida juntos. También cantábamos mucho: mi hermano es un gran músico, y toda la familia cantaba. Mi padre tocaba la cítara y cantaba; son momentos inolvidables». Además, recordaba el Papa, «hacíamos viajes juntos y dábamos largos paseos; vivíamos cerca de un bosque, y caminar por los bosques era algo muy bonito: aventuras, juegos… En una palabra, éramos un solo corazón y una sola alma, con muchas experiencias comunes, también en tiempos muy difíciles, porque era la época de la guerra, antes de la dictadura y de la pobreza».
Aquel día de 2012, un año antes de su renuncia, en la memoria de Ratzinger pervivía «el amor recíproco» que había entre los miembros de su familia; «con esta alegría, incluso por cosas sencillas, pudimos superar y soportar todo lo demás». Fue así como crecieron, «en la certeza de que es un bien ser hombres, porque veíamos que la bondad de Dios se reflejaba en nuestros padres y hermanos». «Cuando intento imaginar un poco cómo puede ser el Paraíso, siempre pienso en el tiempo de mi infancia y de mi juventud. De hecho, en ese contexto de confianza, de alegría y de amor, éramos felices, y creo que en el Paraíso debe ser parecido a lo que viví en mi juventud. En este sentido, espero ir a casa cuando vaya al otro lado del mundo», añadió.
Esa gratuidad la experimentó el Papa por primera vez en su familia, una vivencia que le dejó una huella imborrable, y por eso pudo escribir décadas después en Spe salvi que «no podemos merecer el cielo con nuestras obras. Este es siempre más de lo que merecemos, del mismo modo que ser amados nunca es algo merecido, sino siempre un don».
Quizá lo más importante que hizo Joseph Ratzinger durante toda su vida fue rezar. Lo hizo desde que era un niño hasta que dedicó los últimos años de su vida, retirado en el monasterio Mater Ecclesiae, a presentar ante el Padre las necesidades de la Iglesia. Fue precisamente con una oración como quiso despedirse de la vida pública, en su última audiencia general antes de abandonar la sede de Pedro. Mencionó en esta ocasión, cuando los oídos del mundo estaban puestos en sus palabras, no una oración cualquiera, sino una plegaria que se suele aprender en la infancia, «una bella oración para recitar a diario por la mañana», como él mismo la definió: «Te adoro, Dios mío, y te amo con todo el corazón. Te doy gracias porque me has creado, hecho cristiano…». «Alegrémonos por el don de la fe; es el bien más precioso, que nadie nos puede arrebatar. Por ello, demos gracias al Señor cada día, con la oración y con una vida cristiana coherente. Dios nos ama, pero espera que también nosotros lo amemos», aseguró, antes de recalcar que ya no tenía «la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, pero en el servicio de la oración permanezco». San Benito, cuyo nombre llevó como Papa, «me será de gran ejemplo en esto. Él nos mostró el camino hacia una vida que, activa o pasiva, pertenece a la obra de Dios».