«Cuando moría un compañero de celda lo tapábamos para repartirnos su comida»
Chennor Bah, que entró con 16 años en la cárcel de Pademba, en Sierra Leona, es uno de los protagonistas de la campaña Inocencia entre rejas de Misiones Salesianas
La primera vez que Chennor Bah entró en la cárcel fue por deambular por la calle. Desde los 8 años era su casa. Este delito existe en Sierra Leona desde la época colonial inglesa, y está castigado con tres meses de prisión. Al salir, volvió a la calle «porque no tenía otro lugar donde ir». En el país, reincidir está penado con seis meses. Segunda entrada en prisión.
La tercera fue por una pelea en la que causó lesiones a su oponente. En esa época ya le llamaban Francotirador. «La cárcel es una escuela para la calle», confiesa a Alfa y Omega. «Allí hay que sobrevivir, y cuando sales eres peor». Fue sentenciado a ocho años en Bond Island, un penal más severo, con trabajos forzados. «Hacía mucho frío, empecé a ponerme enfermo». Pidió el traslado a su ciudad, pero en lugar de eso le llevaron a «otro lugar mucho peor»: Pademba, el centro penitenciario central situado en la capital, Freetown. Llegó con 16 años.
Chennor es uno de los protagonistas de Libertad, un documental dirigido por Raúl de la Fuente que se estrena este jueves a las 19:30 horas en el canal de Youtube de la entidad. Forma parte de la campaña Inocencia entre rejas, de Misiones Salesianas, destinada a denunciar que en todo el mundo 1,2 millones de menores están en prisión.
«No podía moverme mientras me violaba»
«La vida en Pademba era muy difícil y peligrosa». Diseñada para unas 300 personas, Pademba ha llegado a albergar a 2.300. Ahora son 1.900. Cuando en una celda para una persona hay hasta nueve, o en una para diez hay el triple, hay que dormir todos pegados de lado, de pie o por turnos. El olor a excrementos lo invade todo.
Solo recibían al día un plato de arroz con una salsa aguada, y un litro de agua para beber y lavarse. Por un poco más de ración había peleas (a Chennor le falta parte de una oreja por ello). E incluso, cada vez que alguno de una celda moría «lo tapábamos como si estuviera durmiendo para repartirnos su plato, hasta que empezaba a oler y se daban cuenta».
Pero eso no fue lo peor. Al principio, se había sentido protegido por un recluso veterano, ya adulto. Hasta que un día «mezcló una droga en mi comida. No podía moverme, pero sentía cómo me violaba». Al intentar quejarse, le respondieron que «es parte de la vida aquí».
Para Jorge Crisafulli, la labor en Pademba «ha sido una de mis experiencias más bonitas como sacerdote». Dentro de sus muros, entre la penumbra de los bloques, la pestilencia y los insectos, «he descubierto la sed de Dios de todos los presos». Por eso está convencido de que aunque lleven comida o ropa, «el regalo más lindo que podemos hacerles es regalarles a Dios». También el más necesario, porque implica que aunque hayan cometido errores «ellos no son un error del universo».
Por eso les anima a repetirse cada mañana: «”Dios me ha creado, me ama y cuida de mí, me perdona”. Eso es música para los oídos de una persona a la que dicen que es peor que una cucaracha». Y ahí, muchas veces, se obran los milagros. «Cuando alguien viene y te habla con amabilidad, te mira a los ojos, te pregunta por tu nombre y te da un abrazo, se descubre el caudal de bondad, de amor y de posibilidades que tienen».
«Dije que no podía seguir así»
Explica que, en realidad, en Pademba «quienes mandan» son los reclusos veteranos. «Los funcionarios ni siquiera entran en los bloques, les dan la llave de las celdas y son ellos los que controlan a los demás». A cambio, tienen privilegios como una celda más grande o algo más de comida. O abusar de los niños impunemente. No fue la primera vez que a él le pasó. En otras ocasiones, él mismo aceptó prostituirse a cambio de un poco más de arroz o pan.
En algún momento entre la calle y la cárcel, parece que todo dejó de importarle. «Pensaba que no tenía futuro», confiesa; que toda mi vida iba a ser «estar en la calle, robar para vivir, fumar y beber. Y cuando me mataran, me habían matado». Sin embargo, en Pademba algo se movió en su interior. «Al salir, dije que mi vida no podía seguir así».
Llegó el anhelado momento de salir a la luz de la calle, de respirar aire limpio. El único problema es que no sabía a dónde dirigirse para que su vida cambiara de rumbo. Afortunadamente, aunque los salesianos aún no trabajaban en Pademba, alguien le habló de ellos. Llegó al centro Don Bosco Fambul, y le ofrecieron formarse profesionalmente. Así lo hizo, como soldador, y pronto pudo comenzar a trabajar. Su primer sueldo, 30 o 40 euros, se los devolvió al salesiano Jorge Crisafulli (responsable del proyecto y colaborador de Alfa y Omega) para ayudar a otros.
Ahora es voluntario
No tardó en volver a Pademba. Pero, esta vez, como voluntario del entonces recién comenzado proyecto salesiano gracias al cual desde 2013 275 reclusos seleccionados entre los más vulnerables (incluidos los menores) reciben algo más de comida, atención médica y actividades formativas y de ocio.
Además, los salesianos les ofrecen ayuda legal para hacer frente a los múltiples abusos que los han llevado allí; como falsificación de la edad, haber sido detenidos sin pruebas o haberlos tenido meses o años a la espera de juicio y sin poder recurrir a un abogado. Otras veces, hay que hacer frente a realidades legales absurdas, como las condenas por deambular por la calle o que la pena por robar un móvil sean cinco años.
Sin formación legal, la labor de Chennor es distinta. El primer día, al llegar, algunos antiguos compañeros le recibieron con gran alegría. Pero «mi mayor interés era buscar a los menores porque sabía lo que sufrían, y quería escucharlos, consolarlos y darles esperanza», relata.
La lección de unas cicatrices
«Les cuento lo que he aprendido con Don Bosco sobre la vida». También lo que ha conseguido: un trabajo con el que ganarse la vida, y haber formado una familia con dos hijos, una niña de 2 años y un bebé de solo 11 días. Su mensaje es que pueden cambiar y tener una vida mejor. «Ahora los chicos me miran como referente. Y cuando les va bien soy feliz», afirma orgulloso.
Aunque no siempre es fácil. «Algunos están encerrados en esa vida» y no son capaces de romper con esa mentalidad. Otros «quieren cambiar, pero se miran y al ver sus cicatrices y heridas» piensan que no pueden. «Yo les enseño las mías, y les digo que no significan» que no puedan tener una vida mejor.
Cuando el salesiano Jorge Crisafulli se reunió con el Director General de Cárceles para pedirle entrar en Pademba, su sorpresa fue enorme al escuchar: «Don Bosco, los habíamos estado esperando mucho tiempo». La misma frase que su fundador había soñado que le decían unos niños africanos. Así se convirtieron en la única ONG para quien las puertas de Pademba estaban abiertas.
«Don Bosco es un nombre importante en el campo humanitario, y que trabajáramos en la prisión implicaba un salto de calidad que podía serles de gran ayuda» sin ningún esfuerzo por su parte. Por ejemplo, en 2017 llevaron agua corriente y saneamiento. «Son cosas que ellos no hacen, por falta de recursos o de voluntad».
En realidad, las razones «no me interesan», afirma. «Mi trabajo es descubrir a los más vulnerables y hacer el poco trabajo que pueda». A diferencia de otras entidades, «no hacemos una crítica negativa». Su forma de señalar las carencias es ofrecerse a subsanarlas. Así consiguen que no se les cierren puertas.
Ni siquiera han dejado de entrar durante la pandemia. De hecho, cuando en abril de 2020 se produjo un motín, «al día siguiente estábamos allí». Gracias a la congregación los presos pudieron seguir comiendo durante dos meses a pesar de que la despensa había sido destruida. A cambio, «conseguimos que nos dejaran levantar un pabellón para los contagiados». Afortunadamente, solo hubo 19 y todos se curaron.