Cristo crucificado: expresión suprema de la verdad de Dios - Alfa y Omega

Cristo crucificado: expresión suprema de la verdad de Dios

Confesamos a Jesucristo crucificado. Confesamos la Verdad: así titula nuestro cardenal arzobispo su exhortación pastoral de Semana Santa. Escribe:

Antonio María Rouco Varela
Cristo crucificado, de Velázquez. Museo del Prado, Madrid.

Comienza, el Domingo de Ramos, la celebración de la Semana Santa y el Triduo Pascual, en un año singular. Es Año de la fe, proclamado por el Santo Padre Benedicto XVI. Es año de un nuevo sucesor de Pedro, el Papa Francisco. Desde sus inicios pastorales, lo hemos querido vivir en nuestra comunidad diocesana como un tiempo espiritual y apostólicamente centrado en la misión: ¡la Misión Madrid! Ésa ha sido nuestra respuesta, a la que estos signos tan manifiestos de la voluntad de Dios nos pedían como la forma concreta y urgente que debía revestir nuestro servicio al Señor, a su Iglesia y a los hombres, nuestros hermanos. ¡Su salvación temporal y eterna está en juego! Sí, se trata de llevar la luz de la fe, clara y capaz de disipar todas las oscuridades interiores del hombre, el consuelo sereno e invencible de la esperanza y el ardor generoso de la caridad, del amor cristiano, a nuestros hermanos –los ciudadanos, las familias y la sociedad de Madrid–, en tiempos de dificultades de todo orden y de muchos sufrimientos.

El punto de partida de nuestra respuesta –¡su esencia!– no puede ser otro que el de la confesión de Jesucristo crucificado: confesión personal, renovada y sentida en lo más hondo de nuestro corazón, y confesión compartida en el seno de la familia, en los lugares de trabajo y de tiempo libre, en la plaza pública de la cultura, de la vida social, económica y política, en el campo y en la ciudad.

Confesar a Cristo crucificado equivale –¡es lo mismo!– a confesar la verdad: la verdad de Dios, que nos ha creado por amor y que perdona misericordiosamente las ingratitudes constantes de los hombres, desde su pecado de origen, hasta los pecados nuestros –los de nuestros días y de nuestros contemporáneos–, dispuesto siempre a enderezarnos y a conducirnos por el camino de la vida feliz y dichosa. La forma de su perdón es la del sacrificio del cuerpo y de la sangre de su Hijo unigénito, por quien había creado todo, en la Cruz. ¡Jesucristo crucificado es la expresión suprema de la verdad de Dios para el hombre, peregrino de este mundo y de su historia! Confesarle implica igualmente confesar la verdad del hombre: su condición de pecador, de criatura hecha a imagen y semejanza de Dios destinada a vivir en su bondad y en su gloria y que rompe con Él y se rebela contra su santísima voluntad. La muerte y la infelicidad serían su destino final, si no se interpusiese en su camino la infinita misericordia divina, testimoniada eficazmente con la fuerza de su amor a lo largo de la historia de la Antigua y de la Nueva Alianza, que culmina en la entrega del Hijo en la Encarnación y en la Pasión y muerte en la cruz. Sí, Jesucristo crucificado es la respuesta a la pregunta que todo hombre que viene a este mundo se ve obligado a hacer: ¿cuál es mi verdad?; ¿dónde, cómo y en Quién puedo encontrar la salvación?, ¿el librarme de la muerte del alma y de la muerte del cuerpo?

Nuestras manifestaciones de piedad y devoción a la Pasión de Jesucristo y a su Santísima Madre, la Dolorosa, –tan enraizadas en la sensibilidad religiosa de nuestro pueblo cristiano– incluso, nuestra oración en familia, nuestra conducta privada y pública deberían estar, en estos días santos, inspiradas, animadas y configuradas por una confesión explícita y veraz de Jesucristo crucificado, Redentor del hombre. Condición interior e implícita, indispensable para que nuestra confesión de fe resulte auténtica y convincente, es decir, posea fuerza evangelizadora, es la de la propia conversión interior: del estado de pecado mortal a la vida de la gracia; de una situación de tibieza y apatía espiritual, a la de un mayor amor al Cristo de la Cruz, sintiendo más y más con su Corazón traspasado por la lanza del soldado; y de una actitud temerosa y vacilante ante el Sí de la entrega total a su llamada, a tomar decididamente el camino del abandono a su divina voluntad y de la disponibilidad incondicional a seguirle por donde Él quiera que vayamos. No tenemos otra alternativa. No la tiene tampoco el mundo en medio de las crisis y de los conflictos que lo envuelven y de los que parece ignorar sus profundos orígenes morales y espirituales.

Valiente confesión de fe

El Santo Padre, el Papa Francisco, nos decía, con bellas palabras, a los cardenales electores concelebrantes al día siguiente de su elección como nuevo sucesor de Pedro: «Quisiera que todos, después de estos días de gracia, tengamos el coraje –precisamente el coraje– de caminar en presencia del Señor, con la Cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor, que ha sido derramada sobre la Cruz; de confesar la única gloria: Cristo crucificado. Y así la Iglesia irá hacia adelante». Sí, así, con la valiente confesión de fe en Jesucristo crucificado, la Misión Madrid irá hacia adelante, nuestro compromiso de ser Testigos y servidores de la Verdad en esta Semana Santa.

Avancemos, pues, por la vía dolorosa de la Semana Santa hasta el pie de la Cruz de Cristo inmolado por nuestra salvación, confesándolo sin cobardía alguna, públicamente, con palabras y obras de amor misericordioso. Supliquémosle a la Virgen María que nos sostenga en la subida de nuestros particulares calvarios y que nos acoja como a sus hijos, necesitados de su ternura, en su Casa ¡la Iglesia!, a fin de que nuestra confesión de fe en Jesucristo crucificado, en la Semana Santa que inauguramos, aparezca y sea reconocida como testimonio y servicio de la Verdad que nos salva.