Hace unas semanas falleció Nuccio Ordine y recibió en consecuencia los elogios que todas las personas, incluso las menos elogiables, reciben cuando mueren. Aun siendo estos ditirambos previsibles por típicos, yo los celebré especialmente porque Ordine, a diferencia de otros, bien los merecía y porque pronto caí en la cuenta de que, alabándolo a él, los periodistas, intelectuales, políticos alababan también su pensamiento, que no podía ser más inactual. El profesor italiano reivindicó los saberes inútiles, la vida contemplativa, en una época que confunde el bien con el rendimiento y que ha erigido la utilidad en la medida de todas las cosas. Subvirtió mientras pudo el orden de un tiempo que lo inútil lo descarta y su contrario lo entroniza.
Que lo inútil no es descartable sino necesario y no irrelevante sino estrictamente humano lo había dicho Pieper antes que Ordine y todos los clásicos antes que Pieper. Por supuesto que las actividades útiles —aquellas que contribuyen a nuestra supervivencia y sirven a un fin distinto de sí mismas— son dignas y ennoblecen a quien las hace bien. Por supuesto que la condición necesaria para que consagremos unos instantes a la contemplación es dedicarle primero unas horas a la acción. Eso es innegable. Pero también lo es que solo las actividades inútiles nos definen como humanos: son ellas las que abren un insalvable abismo entre nosotros y el resto de los seres. Porque contemplamos absortos el contoneo de los árboles, porque bebemos vino cuando ya no tenemos sed, porque cavilamos sobre Dios y sobre el mundo, porque cultivamos amistades y recitamos poemas podemos afirmar con la rotundidad que todas las evidencias exigen que hay más diferencias entre nosotros y los primates de los que supuestamente descendemos que entre los primates de los que supuestamente descendemos y, qué sé yo, las moscas y las orugas.
Pero el objeto de este artículo no es defender los saberes inútiles. Lo que pretendo, más bien, es considerar los motivos por los que han caído en desgracia. En Universidad católica: una tautología (CEU Ediciones, 2023), el filósofo francés Rémi Brague dice algo sugerente: «El cultivo de saberes desinteresados echa sus raíces en la cosmovisión cristiana. ¿Por qué tendríamos que estudiar lo que no sirve para nada?, por ejemplo, la literatura, la astronomía, la lógica, la matemática pura y la filosofía. Solo tiene sentido para quien cree que saber es una cosa buena en sí, un afán que merece la pena, que tiene un valor en sí mismo. Pero es así porque el objeto de saber, la realidad, es interesante en sí mismo […]. Un mundo creado por un Dios benevolente, un mundo que Dios ha encontrado digno de ser salvado, debe ser un mundo interesante, digno de nuestro interés a causa de su belleza exterior, reflejo de su bondad interior». Cuando el mundo resulta de una azarosa sucesión de causas y efectos, cuando se niega la existencia de un Dios que lo creó en su momento y que ahora, a cada instante, lo sostiene, lo que se nos impone ante todo no es conocerlo, sino dominarlo. ¿Y por qué?, se preguntará el amable lector. Porque la realidad solo puede ser inteligible a condición de que su causa primera sea una inteligencia. Porque solo merece la pena buscar el sentido de las cosas a condición de que haya un sentido que descubrir.
Brague tiene mucha razón, pero yo le veo el envite y añado un motivo adicional. La creación es un signo de su Creador. Comprender la realidad inmanente es uno de los pocos modos que tenemos de comprender la realidad trascendente. Cuanto más se regodea en los efectos, más se aproxima el hombre a su causa primera. «Por la grandeza y hermosura de las criaturas se descubre, por analogía, a su creador», dice el libro de la Sabiduría. Nuestro principal estímulo para conocer el mundo es que, conociéndolo, conocemos también a ese buen Dios del que venimos y al que deseamos ardientemente regresar. Cultivamos los saberes desinteresados porque, ejem, nos interesa mucho saber algo más, siquiera una miaja, de Aquel a quien le debemos la existencia.
Nietzsche se equivocaba y la salvación del hombre no llegará con la muerte de Dios, qué va. Como nos sugiere Brague, la alternativa al teocentrismo no es el humanismo, sino simplemente la inhumanidad. El ateísmo apenas supera la náusea. Tras la desaparición de lo divino, solo queda aguardar la consecuente desaparición de lo humano. El hombre —advertirá nuestra época cuando acaso ya sea demasiado tarde— solo puede renunciar a Dios si renuncia también a sí mismo.