El pasado octubre fallecía en los Estados Unidos, cerca de la Universidad de Yale —donde ejerció su magisterio—, Harold Bloom, uno de los críticos literarios más influyentes de nuestro tiempo. Le recordamos, entre otras cosas, como creador de un discutible pero apasionante canon de nuestra literatura que le llevó a establecer, en Cuentos y cuentistas, la existencia de dos tradiciones de relatos: la que procede de Kafka y la que estableció Chéjov. Hoy, de la mano del maestro recientemente desaparecido, vuelvo al gran cronista de lo cotidiano, al Chéjov compasivo, frío observador de un mundo sin heroísmo ni belleza. Me reencuentro con la breve historia de Olenka, un ser que solo puede vivir a través del amor que profesa a los demás, y que ha de superar que esa actitud sea constantemente violentada por la crueldad impasible de la naturaleza, dispuesta a dejarla en situaciones de enfermedad y de final abandono. Un ángel era también el relato de Chéjov que prefería Tolstoi, y cabe sospechar que el autor de Guerra y paz lo valoraba, como hizo casi siempre, por su propuesta moral más que por su acierto técnico.
A Bloom le fascinaba que un genio como Chéjov pudiera hacer de un personaje absolutamente secundario, insignificante, el testimonio de lo que es la condición humana en sus rasgos esenciales. Pero, asimismo, le asombraba que personas como la protagonista de Un ángel se camuflaran en el corazón y la voluntad de quienes aman y perdieran por completo su personalidad, su contenido propio, su identidad. Una buena mujer decimos —no sabiendo exactamente a qué nos referimos— cuando nos encontramos con seres como Olenka, de aparente debilidad, sin más función que la de amar siempre a alguien. Quizás un análisis más hondo nos permitiera descubrir, bajo forma de flaqueza, la sustancia de una fuerza interior que solamente puede proceder del propio acto de la creación y del amor que nos protege por encima de nuestras circunstancias terrenales.
Una existencia planeada por Dios
Los cristianos nos preguntamos continuamente por los motivos de nuestra existencia planeada por Dios. Algunos podrán considerar que Dios nos ha creado para vivir bajo la fuerza exclusiva de la fe, dedicados a alabarle y a implorar su misericordia. Cuando se perdió la confianza en que el hombre fuera capaz de salvarse según sus méritos y con la fuerza de la Gracia, el mundo y la divinidad rompieron su alianza, mientras la libertad humana quedaba secuestrada. En esos momentos de crisis profunda del cristianismo, los católicos defendimos la libertad radical del hombre. Y tal decisión, tomada en uno de los trances más solemnes de la historia de la Iglesia, se inspiró en el principio de que la relación entre el mundo creado y el Creador no solo debía fundamentarse en la existencia del pecado humano y la piedad divina, sino también en la posibilidad de la bondad del hombre redimido por los sacramentos y su esfuerzo constante por hacer el bien y ganar su salvación con la ayuda de Dios.
Evidentemente, Dios nos ha creado para darnos la posibilidad de creer en Él, de hacer que nuestra sangre pueda latir al ritmo de un corazón más alto, al que imaginamos dotándonos de fuerza, de significado, de eternidad prometida. Pero también y, sobre todo, Dios nos creó como seres capaces de amar. A diferencia de cualquier otra especie, ese amor es una tensión espiritual suprema, no un apetito o un deseo, ni un injerto biológico que nos invite a eludir la soledad o a procurarnos placer y descendencia.
Jesucristo nos enseñó que la fe es lo primordial, lo que nos da un verdadero sentido a nuestra vida. Pero ese vivir se sustenta porque Dios nos ha dado la capacidad de amar. Sin ese amor, nuestra existencia es el paisaje del pecado, de la espalda a la esperanza, de la blasfemia lanzada al privilegio de ser hombres que no viven a solas, sino en la necesaria trascendencia de todos los hijos de Dios. El amor es lo que nos da conciencia de esta vinculación íntima de la humanidad, lo que orienta nuestra ruta alejada del mal y perseverante en nuestra fidelidad a aquello que intuimos como voluntad divina .
A veces, muy cerca de nosotros, en circunstancias difíciles, aparece un personaje como Olenka. Nos sirve de referencia para ver lo débiles, lo impuros que todavía somos, a pesar de nuestros esfuerzos. Lo difícil que es ser fiel a la exigencia del amor. Todos hemos conocido a esos seres envidiables, radicalmente buenos, siempre pendientes de las necesidades de los demás. A veces, porque nos falta generosidad, los confundimos con seres débiles, ingenuos, cuya bondad reside en cierta falta de energía interna, en una fragilidad que les obliga a depender de su propio amor tendido constantemente hacia nosotros, los autosuficientes. En realidad, somos nosotros los cobardes, los débiles, los que tratamos de protegernos de esa entrega absoluta que no es negligencia moral, o falta de entereza, sino la inmensa fuerza con la que una emoción personal entra en contacto con el sentido de nuestra existencia. Dios es amor. Y, de vez en cuando, podemos compartir una parte de nuestra vida con quien solo ha entendido la suya al modo en que Jesús nos lo dijo tantas veces: siendo un portador de ese amor profundo y esencial que parece redoblar el pulso de Dios en la firmeza de su ternura. Un ángel.