Continúan los frutos de la JMJ. Signo de salvación en Madrid
Siguen llegando a la redacción de Alfa y Omega constantes testimonios de personas para los que, la JMJ, ha supuesto un cambio en sus vidas. Hoy, el diácono que leyó en la Misa de Cuatro Vientos y un padre que ofreció el Via Crucis por su hijo
Proclamó el Evangelio a todas las naciones
Jaime López Peñalba fue ordenado diácono en Madrid, el pasado mes de junio: «Teníamos la intuición de que seríamos los diáconos de los actos centrales de la JMJ, porque no somos muchos, y porque, durante el curso, nos preguntaban quién sabía entonar». Jaime fue elegido para servir el altar durante la Misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud, el domingo 21 de agosto, en Cuatro Vientos, «no por currar más que nadie, sino por la Gracia del ministerio diaconal».
Imágenes especiales, hay muchas. Jaime recuerda cómo, durante la procesión de salida, «sabía que tenía al Papa detrás, aunque no me podía dar la vuelta para mirarle, e iba pensando: Voy a cumplir el mandato, literalmente, porque voy a proclamar el Evangelio a todas las naciones. Cristo va a utilizar mi voz para preguntar a todos los jóvenes allí reunidos: ¿Quién decís vosotros que soy yo? Y también voy a interpelar al Santo Padre, al decirle: Tú eres Pedro. Me preguntaba todo el rato qué sentiría él al escuchar estas palabras».
Súmale responsabilidad al saber, desde la noche de antes, que no se podría repartir la comunión en la Eucaristía -por los percances provocados por la tormenta durante la Vigilia-. «Dos millones de personas se iban a alimentar, ese día, especialmente de la Palabra de Dios. El Evangelio tomaba una relevancia mucho mayor. Pero, la verdad, no me describiría como nervioso. Estaba tan concentrado y tan pendiente de la celebración, que no era muy consciente de lo que estaba viviendo. Fue por la tarde, en el autobús de vuelta a casa, cuando me empezaron a venir a la mente gestos, miradas del Papa, sus palabras…».
Una tarea encomendada a Jaime, que supuso una renuncia, al estar toda la JMJ encerrado ensayando, una y otra vez: «Ha sido como la madre que organiza una gran comida para la familia, que ni come, ni se sienta, y parece que ni disfruta, pero sí lo hace al ver que otros disfrutan», explica Jaime.
¿Y ahora, qué?
La JMJ ha sido un acontecimiento de Gracia, según Jaime, en dos dimensiones: «He visto cómo la Iglesia, confiada en Dios, ha sido Madre de un espectáculo que nadie resiste y del que han surgido millones de testimonios que escucharemos durante mucho tiempo». La apertura de la gente ha sido, tal y como lo define Jaime, alucinante: «Al ir con el clergyman por la calle, la gente se paraba, hablaba conmigo, me preguntaba… Lo he notado especialmente en el pueblo al que sirvo como diácono, en Villanueva del Pardillo; desde la policía, hasta los camareros, o los médicos del ambulatorio no paraban de contarme anécdotas. Recuerdo una camarera de un bar que se llenó de peregrinos italianos. Se acercó a mí y me dijo: Yo pensaba que la Misa era cosa de mi abuela y sus amigas. La JMJ ha movido corazones y ha cambiado la imagen que, en general, se tenía hoy de la Iglesia en España, con prejuicios y cargada de ideología».
Por otro lado, continúa Jaime, «hay una parte que no vamos a ver nunca, que se quedará en el corazón de las personas y de Dios: tanta gente que se habrá acercado a las parroquias a confesarse… La JMJ ha sido un signo de salvación para Madrid. Pero ahora nos toca lo más difícil, saber canalizar toda esta energía, que estos dos millones de jóvenes sean el fermento del resto de millones de jóvenes que pueblan la tierra».
Cristina Sánchez
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El Cristo yacente y Manu, juntos en el vía crucis

Uno de los momentos más impactantes de la JMJ fue el vía crucis del viernes, con su madrugá, cuando los 15 pasos procesionaron por las calles de Madrid hasta bien entrada la noche. El último en salir fue el del Cristo yacente, de Gregorio Fernández, que se había dispuesto para la decimocuarta estación: Jesús es puesto en el sepulcro. Lo hizo acompañado por los miembros de la Cofradía segoviana Feligresía de San Andrés, que caminaban despacio, al son del retumbar de tambores e iluminados por antorchas de brea ardiente. La expresividad de la talla y la liturgia de la procesión emocionaban y conmocionaban. Pero a Nicolás, uno de los cofrades, no le hacía falta deleitarse en la obra para sentir una punzada de dolor mucho más honda que la llaga del costado que labró Gregorio Fernández. Hace ocho meses, su hijo Manu, de 19 años, murió en un accidente de moto. Por eso, Nicolás puso dos fotografías de Manu bajo el manto del Cristo, de modo que recorrieron las calles de Madrid sin que casi nadie lo supiera. Era su forma de hacer presente a Manu en la JMJ. Así, quienes miraban el paso y meditaban el dolor del Padre por la muerte del Hijo, contemplaban -sin saberlo- el dolor de este otro padre por la pérdida de este otro hijo. Pero ambas realidades no estaban desconectadas. Ya lo había dicho Benedicto XVI, en el vía crucis: «El Padre quiso amar a los hombres en el abrazo de su Hijo crucificado por amor. La Cruz, en su forma y significado, representa ese amor del Padre y de Cristo a los hombres. En ella reconocemos el icono del amor supremo, en donde aprendemos a amar lo que Dios ama y como Él lo hace: ésta es la Buena Noticia que devuelve la esperanza al mundo». Dios ya había sufrido por Nicolás. Jesús ya había vencido la muerte de Manu. Y Nicolás, con lágrimas en los ojos, lo traducía a sus palabras: «Cuesta mucho, mucho, mucho perder a un hijo. Un hijo es tu sangre, son tus entrañas. Y Manu era buen chico. Pero…, Dios sabe más. Él no acabó en el sepulcro -dice mirando al Cristo-. Resucitó. Y yo, como padre, le pido que Manu esté con Él». Al terminar el vía crucis, el Papa elevó una oración a la Virgen, por aquellos que sufren -o sea, por Nicolás y su familia-, que rezaba así: «Míralos con amor de Madre, enjuga sus lágrimas, sana sus heridas y acrecienta su esperanza, para que experimenten siempre que la Cruz es el camino hacia la gloria, y la Pasión, el preludio de la Resurrección». Que así sea.
José Antonio Méndez