Estamos ya en la Semana Santa, unos días en los que se condensa el misterio de la vida cristiana. Os invito a contemplar la Pasión del Señor, detenernos en sus escenas y acoger lo que el Señor quiere darnos en cada una para mover nuestro corazón a una confesión cada día más fuerte, más coherente y más provocadora de bien con quienes vivimos. Como dice el Papa Francisco, «Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia» (EG 3).
Cuando el Domingo de Ramos se proclamaba la Pasión que nos relata san Marcos, surgieron y vinieron a mi mente diez escenas que deseo compartir con todos vosotros. Os pido que las contempléis, que toquen vuestro corazón y que las viváis. Con la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo percibimos la urgencia de que la Iglesia sea comunidad evangelizadora, con un «deseo inagotable de brindar misericordia» porque «la credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y de la compasión» (MV 10).
Al meditar la Pasión me descubro como aquel recaudador de impuestos al que un día el Señor encontró sentado en su mostrador y le dijo: «Sígueme». El recaudador dejó el mostrador, se levantó y siguió al Señor. Percibió en lo profundo del corazón la misericordia de Dios, fue tocado en el corazón por el mismo Jesucristo. Todos de alguna manera hemos sido tocados por el Señor y nos hemos levantado para seguirlo. Percibir en estos días la misericordia de Dios es una gracia inmensa, es haber escuchado aquellas palabras del profeta Joel, cuando dice el Señor: «Convertíos a mí de todo corazón, […] rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos, y convertíos al Señor vuestro Dios». Al contemplar las escenas de la Pasión descubrimos el horizonte de amor que Jesús nos revela y nos entrega con su propia vida, y surge el deseo de comunicarlo y vivirlo.
Al hilo de la Pasión se nos invita 1) a la entrega; 2) al servicio; 3) a vivir con la fuerza de la gracia y no la fuerza de uno mismo; 4) al diálogo con Dios, es decir, a la oración; 5) a eliminar de nuestra vida la traición y la violencia; 6) a verificar cómo se ponen todas las fuerzas de este mundo contra Jesús; 7) a vivir en la confesión de Dios siempre; 8) a descubrir cómo los intereses ideológicos, cuando se extreman, llevan al enfrentamiento y hasta eliminar al otro; 9) a vivir desde las certezas cuando, ante la pregunta: «¿Eres el Mesías?», Jesús responde contundente: «Yo soy», y el intento de eliminar a Dios de este mundo por la crucifixión, el dolor y el enterramiento de Jesús, y por último, 10) el triunfo del Señor en su Resurrección.
Es muy importante que esta Semana Santa, ante los misterios que vamos a contemplar, nos preguntemos si tenemos ganas de volar más alto sintiendo la misericordia de Dios y su cercanía en nuestra vida. La Iglesia siempre nos habla como madre y nos dice: «¡Vuelve a Dios! ¡Acoge su misericordia! ¡Deja todo aquello que estorbe el encuentro con Dios! ¡Nunca te acostumbres a vivir al margen de la misericordia de Dios, que es su amor inmenso por ti!». La costumbre casi siempre anestesia la vida y, sobre todo, el corazón. Nos deja con una incapacidad inmensa para asombrarnos, nos quita la esperanza y, tal es la anestesia, que nos hace no reconocer el mal y nos incapacita para luchar contra él. Deseo que, al contemplar, vivir y anunciar a Jesucristo en la Pasión, veamos a la Iglesia de la que somos parte en su intimidad: «La intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y la comunión esencialmente se configura como comunión misionera» (EG 23). Los misterios que vamos a contemplar nos invitan a la misión, a salir, a anunciar. No se puede anunciar sin haber contemplado y vivido.
En estos días santos es bueno escuchar las palabras que pronunció san Juan XXIII en la apertura del Concilio Vaticano II: «En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad. […] La Iglesia católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad religiosa, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella». Percibamos y entreguemos el amor misericordioso de Dios, sabiendo que «el que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9).
En esta línea, me gustaría daros a cada uno tres tareas esta Semana Santa:
1. Como miembro de la Iglesia entra por la vía de la misericordia. Recuerda siempre esa frase del Papa Francisco que remueve nuestro corazón y nos hace entender a la Iglesia como una madre de puertas siempre abiertas: «La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia» (MV 10).
2. Haz todo lo que puedas en tu vida cristiana para dar misericordia. Como señala Francisco, «la Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de Dios que sale a encontrar a todos, sin excluir a ninguno. […] Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre» (MV 12).
3. Sé obrero de la cultura de la misericordia que se inicia con Jesucristo. A la pregunta «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» (cfr. Lc 10, 25-37), el Señor invita a que cada día de nuestra vida venga marcado por la presencia de Dios, que nos hace capaces de amar y así lleva a los demás a experimentar que nadie está fuera de la cercanía de Dios y de su ternura. Que todos los hombres perciban la mirada que Dios tiene sobre nosotros, que los pobres sientan la mirada de respeto y atención, sin indiferencia. Que todo ser humano no deje de pedir perdón y de sentir a Dios que nos acoge y abraza y cambia nuestro corazón.