No es un secreto que a la sociedad ucraniana le cuesta, en ocasiones, entender la posición del Papa sobre la guerra de invasión que sufre este país. No han faltado quejas amargas de las autoridades y los propios obispos han mostrado con franqueza su perplejidad. Por todo ello me parece reseñable que Francisco se haya expuesto a un diálogo a campo abierto con 250 jóvenes, desde ciudades alcanzadas por el fuego ruso, y también desde Varsovia, Chicago o Toronto, donde han tenido que emigrar.
Uno de los jóvenes, desde Donetsk, le dijo: «Queremos una paz justa y duradera que nos permita volver a nuestras ciudades y a nuestros sueños». Otra chica, desde Varsovia, le preguntó cómo no perder la fe en medio del drama y le confesó sentir «nostalgia de la patria». Francisco le respondió que «amar a la patria es hoy una misión» y mostró un ejemplar del Evangelio de un joven soldado ucraniano, Aleksander, que antes de morir en el frente había subrayado el Salmo 129: «En lo profundo a ti clamo Señor; Señor escucha mi voz». Una joven madre le preguntó cómo perdonar y enseñar a los niños a perdonar: «Es una de las cosas más difíciles, pero si yo he sido perdonado, también debo perdonar».
Francisco no eludió invitar a los jóvenes a no cansarse de intentar siempre el diálogo, «incluso con quien nos es contrario», porque la paz se construye dialogando. También reconoció que, a veces, esto no es posible por la obstinación de algunos. El Papa, entre aplausos, les ofreció una recomendación final: «No se olviden de sus jóvenes héroes, como Aleksander… no tengan miedo».
El Pontífice conoce la fidelidad heroica de los católicos ucranianos, lo que han sufrido por su fidelidad a la sede de Pedro. Tampoco ignora que a un pueblo acosado por una injusta guerra de conquista no le resulta fácil acoger la invitación al diálogo y al perdón. Por eso era tan importante exponerse como un padre, a corazón abierto.