Servicio es la palabra clave. Cuando a monseñor Rouco le han preguntado los periodistas qué significa ser nombrado cardenal, lo ha resumido en dos palabras: Más servicio. Hay otras dos palabras también que lo definen todo en la vida de nuestro nuevo cardenal: Comunión e Iglesia. Lo definen tanto, que las ha querido dejar grabadas para siempre en su escudo episcopal.
El día que tomó posesión de la sede de Madrid nos dijo muy claramente: «El obispo no tiene otro mensaje, ni otros bienes, ni otra propuesta de vida que ofrecer que la que se desprende del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo». Y añadía: «Lo que cuenta en el obispo no son tanto sus cualidades personales, sus méritos humanos, el reconocimiento social de que puede ser objeto dentro y fuera de la Iglesia, cuanto su humildad, la capacidad de desprendimiento de sí mismo, para que se haga más transparente en su vida y en su ministerio la figura del apóstol de Jesucristo. Más exactamente, para que se vea en él al sucesor de los apóstoles. Eso quisiera ser yo entre vosotros: un fiel y humilde sucesor de los apóstoles».
Ya son más de tres años los que don Antonio María Rouco lleva entre nosotros, y podemos dar gozosamente gracias a Dios porque, durante este tiempo, ha hecho honor a su palabra y ha cumplido su promesa. Juan Pablo II lo ha reconocido, y con ello honra a Madrid. Y honra a España, en la persona de este testigo cualificado de la fe de la Iglesia, y presencia de Cristo en medio de los hombres.
Sería penoso entender este nombramiento en clave política, o desde bastardos criterios sociológicos o ideológicos, que casi siempre se quedan en análisis de movimientos de sillones o de reparto de cuotas de poder. «El poder —ha dicho en alguna ocasión don Antonio— es una categoría política no adecuada para entender el servicio ministerial». Porque el ministerio en la Iglesia es prolongación de Cristo que no ha venido a ser servido, sino a servir, y a servir al bien esencial y radical del hombre, es decir, a su destino eterno, y, por eso mismo, a sus necesidades y preocupaciones más cotidianas. Creer que la Iglesia sirve únicamente a los asuntos del alma es equivocarse de medio a medio. Como acaba de proclamar con fuerza Juan Pablo II, al pisar la tierra cubana, el servicio al hombre es el camino de la Iglesia, y precisamente en sus primeras declaraciones, tras su nominación como cardenal, nuestro arzobispo recordaba que la visita del Papa a Cuba no es política, sino pastoral y apostólica, y añadía: «Precisamente por eso, serán mucho mayores las consecuencias sociales y políticas».
Desde las páginas de este número de Alfa y Omega, un tanto atípico, la verdad, porque así lo exige la propia dinámica y actualidad de este nombramiento y de la visita pastoral del Papa a Cuba, donde se encuentra nuestro arzobispo, arropando a aquella Iglesia y a aquel pueblo, damos gracias a Dios por su elevación a la dignidad cardenalicia; pedimos por él al Espíritu Santo, y a Nuestra Señora de la Almudena. Estas páginas son privilegiada tribuna de lo que piensa y siente nuestro arzobispo, que es nuestro primer y principal colaborador. En nombre de todos nuestros lectores, le felicitamos de todo corazón y nos felicitamos por el Pastor que Dios nos ha dado para que vele y se desvele por el don más precioso que un hombre puede poseer: la fe; para alentar nuestra esperanza y animar nuestra caridad en la comunión de la Iglesia.
Nos parece que, cuando las cosas son de por encima, están de más las apreciaciones que hablan de izquierda y derecha, de progresismo o conservadurismo, porque «en la Iglesia —ha precisado monseñor Rouco— se progresa cuando todos los que vivimos dentro de ella lo hacemos con mayor radicalidad y cuando seguimos más intensamente a Jesucristo. Quizá, lo que se entiende como progresista es tremendamente reaccionario para la finalidad de la Iglesia».
Es imprescindible ver este nombramiento de nuestro arzobispo en un marco de fe. Él, que con una sinceridad desarmante asegura, nada más recibir la noticia de su cardenalato: Yo no me considero nada especial, ha reiterado que quiere ser siempre obispo de todos, añadiendo: «Si hago alguna preferencia, procuraré que sea para con los pobres, los niños, los ancianos, y todos los que sufren».
Hace mucho tiempo que los católicos madrileños estábamos en deuda de especial gratitud con Juan Pablo II, por sus dos inolvidables visitas pastorales de 1982 y 1993. Ahora, lo estamos todavía mucho más, y es una deuda que sólo se puede pagar con las tres palabras claves: amor a la Iglesia, comunión y servicio.