Como ya hemos apuntado, no todo nuestro universo lingüístico se reduce, gracias a Dios, al lenguaje de la ciencia y de la técnica, por más que los aparatos que aquellas generan nos vayan comiendo cada vez más terreno en nuestra vida cotidiana, individual y social. Cuenta el hombre, entre otros aspectos mencionados en el texto anterior, con la posibilidad de dirigirse a Dios, de hablar de Él y de hablarle también a Él.
Ahora bien, constatado el hecho —¡hay infinidad de libros religiosos!—, una pregunta sale a nuestro encuentro: el lenguaje que empleamos, tanto en la vida diaria como en el campo de las ciencias, implica siempre una referencia a una realidad, más o menos conocida por todos. Las palabras que decimos o escuchamos son siempre un signo cuyo significado nos pone en contacto con las cosas concretas. En cuanto convencional es un juego que se debe aprender, pero una vez que nos lo enseñan, el lenguaje nos sirve para identificar la realidad de lo que nos rodea o para convivir con los demás.
Pero, ¿qué sucede con el lenguaje religioso? La realidad divina, a la que toda expresión religiosa nos remite, queda fuera del alcance de nuestra visión, fuera de la experiencia de nuestros sentidos. Dios trasciende nuestro mundo y, por tanto, también el modo que tenemos de comunicarnos en él. Si ya es difícil transmitir con fidelidad el ámbito de nuestros sentimientos o el rico mundo de los valores, ¡cuánto más difícil resulta encerrar el misterio de Dios en nuestro lenguaje, por erudito y cultivado que se quiera! La misma Biblia no deja de afirmar que los pensamientos de Dios son inalcanzables, que sus designios resultan inescrutables, más allá de nuestros mismos planteamientos. Por otra parte, a Dios mismo, se nos dirá, nadie lo ha visto jamás, ni podría verlo y seguir viviendo.
Ante ello, dos posturas nos salen al encuentro: o nos callamos, porque nada podemos decir de Dios con sentido; o torpemente pensamos que cuanto de él decimos consiste en una penetración exacta de su divina realidad. Lo primero lleva al agnosticismo verbal o incluso intelectual; es la postura de quienes se detienen ante la insignificancia humana frente a la trascendencia divina y la pureza de su ser, la cual nos impide calificar a Dios según nuestra manera limitada de hablar. Lo segundo conduce a una especie de presunción dogmática, que puede desembocar en posturas fundamentalistas, si pensamos que cuanto de Dios decimos corresponde exactamente a su divina realidad.
Por eso conviene insistir una vez más: aunque nuestro conocimiento de Dios es muy limitado y el lenguaje en el que lo expresamos muy deficiente, ello no significa que cuanto enuncia sea absolutamente falso, ni que las suyas sean afirmaciones de naturaleza equívoca. Sin renunciar a la evidencia de nuestros límites, podemos conocer y nombrar a Dios a partir de lo que vemos, de las perfecciones que de Él se reflejan en el mundo creado e incluso en nosotros mismos. Este es el camino que la filosofía denomina analogía, y que se convierte en el camino que nos permite conocer y hablar de Dios, lejos de toda equivocidad y también de la univocidad: la primera nos separa de Dios irremediablemente (o nos condena a su ignorancia), la segunda nos lleva a… creernos dioses que dominan a Dios.