Tenía unos 15 o 16 años, y era una convivencia de verano. Chavales de Bachillerato y monitores compartiendo en la sierra unos días de oración, deporte, montaña, buena comida, formación cristiana y experiencias de fe. Noches de jersey y días de sol como terciopelo, entre pinares y lagartijas que salían del granito. Casi todos nos vestíamos de chaqueta para la Misa –el frescor matutino entraba por las vidrieras–, y el que ayudaba en el presbiterio –neorrománico, policromado– se colocaba corbata. Mi tutor me preguntó –en un momento de charla junto a la piscina– si yo pensaba que aquella organización religiosa era un «troquel». Me tuvo que explicar el significado de la palabra. Hoy habría sido más claro y me habría preguntado si en la Iglesia se clona espiritualmente a las personas. «¿Crees que aquí troquelamos a la gente?». No recuerdo qué contesté. Me parece que me incomodaba la preguntaba. ¿Cuál era la respuesta correcta?
¿No tenemos acaso que amoldarnos a lo que nos enseña nuestra madre la Iglesia, en ocasiones mediante tal o cual carisma, movimiento, organización o espiritualidad concreta? ¿No debemos ir todos a una, como en Fuenteovejuna? ¿Qué es eso de ser un verso suelto, un bala perdida, a fin de cuentas? ¿Acaso vamos a considerar que es relativo el rosario, la Misa o el decálogo? Quizá en aquella época –la adolescencia es una incomprensible marejada que se nos antoja tormenta y naufragio– yo buscaba algún asidero, alguna roca firma y segura. ¿No es Piedra el nombre que Jesús eligió para Simón, el primero de los Papas?
De algo de esto, en cierto modo, trata el libro de Álvaro Pombo La ficción suprema. El autor habla de su vivencia de Dios, con una mirada poética, sin desdeñar lo teológico, pero con preguntas y respuestas que están planteadas con un objetivo: no tanto acertar, como sí ser auténtico, franco. Por eso, aunque se pueda estar en desacuerdo con tal pasaje, tal capítulo, tal frase, la lectura de Pombo nos retrocede a esa convivencia de verano de la adolescencia. ¿Soy un cristiano troquelado, un clon que sigue las pautas adecuadas, establecidas, reconocibles? ¿Temo que, siendo libre y auténtico, no cumpla con lo que se espera de mí? ¿Eludo el silencio compartido con Dios? Como en la comedia de Miguel Mihura, solemos responder: «Me caso, pero poco».