Ciudades invisibles - Alfa y Omega

Nos hemos convertido en la primera potencia turística del mundo. Madrid, Sevilla, Barcelona, Valencia… Nuestras calles están abarrotadas. Junto con la inmigración, quizá sea uno de los asuntos que más nos afecten y preocupen. Nos parece que nuestro destino pase a estar en manos de fuerzas extranjeras. ¿Puede cambiar la vida de nuestro país el turismo?

Según Péguy, Dante inventó el género: en su visita por el infierno fue «un gran turista, pero turista al fin y al cabo. […] En ningún momento se pone en la acera para observar lo que pasa, porque él es lo que pasa por delante». Ni cambió él ante semejante espectáculo ni sus versos consolaron a los condenados. Dante pasaba por ahí. Esa es la definición de turismo.

En ese sentido, Dante fue el primer japonés. Porque para el pueblo nipón el turismo se ha convertido en su forma de vivir a la fuerza. Sus casas son diminutas y han hecho de la necesidad virtud. Por eso, los japoneses no solo hacen turismo en nuestras tierras, sino que lo hacen también mucho en su propio país. Tan poco tiempo pasan en sus casas que podríamos decir que viajan incluso en su propia ciudad.

Pero su forma de viajar es específicamente turística: visitan otros sitios sin que nada se altere. Todo lo fotografían. Quieren captar lo de fuera sin nunca entrar en las partes internas o invisibles de la ciudad. No lo hacen por indiferencia. No quieren disturbar. El japonés no quiere molestar. Nada disgusta más a un nipón que alterar el orden. Y, si lo hacen, en seguida lo reparan con una marcada reverencia.

Los japoneses se tuercen en cada saludo. Lo hace cada vendedor cuando entras o sales de una tienda. Se dobla el cocinero con cada nuevo niguiri. Se inclina el revisor del tren al cambiar de vagón, aunque nadie lo vea e incluso aunque el tren esté totalmente vacío. Reclina la cabeza el conductor de ambulancia cuando le dejas pasar, aunque con ello pierda la milésima de segundo que podría salvar al moribundo. Hasta los ciervos de Nara han aprendido a agachar la cornamenta a cambio de una galletita.

No cabe duda de que ese gesto tiene un sentido profundo. Si en España una sola persona nos saludara como se saludan en Japón nos sentiríamos importantes. Un saludo de esos al salir de casa un lunes por la mañana nos haría pedir un aumento de sueldo. Pero el japonés saluda por lo contrario: para reintroducir al individuo particular en el orden social general.

De hecho, podría decirse que esa forma de saludar tiene que ver con lo que ellos llaman ikigai. Suele traducirse como «razón de vivir», y los occidentales lo solemos asociar a nuestro concepto de felicidad. Pero el motor del alma nipona no tiene nada que ver con la felicidad individual occidental. Consiste más bien en ocupar tu lugar en el mundo. El hombre vive bien su vida cuando se encaja en la armonía del cosmos. Vivir consiste en no desentonar. Cuando eso falla, ese individuo debe reparar su disidencia. Nada que ver tiene con el motor que mueve nuestras vidas. La tradición occidental busca la arista. La sociedad occidental pretende ser una polifonía, una orquesta de diferentes instrumentos cada uno tratando de expresar su voz, interrumpiéndose, coincidiendo y separándose.

La paradoja es que la forma nipona de vivir que pretendía no alterar el universo ha sido exportada a nuestras ciudades con sus visitas. Lo ha hecho en un sentido físico, porque nuestros cascos históricos se están convirtiendo poco a poco en lugares de paso, sin la vida propia que los caracterizaba. Pero lo ha hecho también en un sentido moral, porque nuestras casas son también cada vez más pequeñas y caras. Por eso, en España cada vez hay menos familias y más turistas o instagrammers. Poco a poco los españoles son ellos también turistas, en su forma de viajar y en su forma de vivir.

Eso no significa que tengamos la necesidad de cerrarnos sobre nosotros mismos. Europa solo se ha atomizado cuando ha querido autodestruirse. Somos un continente que nació tras la guerra de la Ilíada, con el viaje de la Odisea. Somos una tierra hecha una religión universal, de imperios transnacionales y atravesada por monasterios y peregrinaciones.

De lo que se trata es de recuperar otra forma de viajar, más acorde con nuestra cultura y forma de vida. Hay que viajar como viajaba Julio Camba. Cuando uno lee los artículos escritos durante sus travesías (Libros de viaje, Biblioteca Castro) descubre la auténtica diversión de viajar: la relación verdadera y crítica con lo extraño. Con la agudeza que le caracteriza, Camba de todo se ríe, todo lo manosea, todo lo confronta y altera. Porque «para el español, dondequiera que se encuentre, lo más importante es él mismo. El español se concede a sí propio mucha más importancia que la que puede concederle al paisaje o a una catedral […]; el español no tiene naturaleza de turista. Ni naturaleza ni dinero».