Ciudadanos del Cielo
Solemnidad de Todos los Santos
El joven vizcaíno Santiago de Jesús Arriaga y Arrien, de 32 años, pocas horas antes de ser asesinado por ser sacerdote trinitario, escribía en 1936 a su padre y a sus hermanos desde su cautiverio en Cuenca: «Si oís algo desagradable, resignaos, que yo muero por la religión y por Dios y os acompañaré desde el cielo; allí, al lado de nuestra amatxu lastana (madrecita querida), os espero a todos». Hoy, el sepulcro del beato mártir Santiago de Jesús es venerado en la parroquia de San Juan de Mata, en Alcorcón, al sur de Madrid.
Tengo también delante la fotografía del papel en el que otro joven, Manuel Barbal, hoy san Jaime Hilario, hermano de las Escuelas Cristianas, comunica a su familia la sentencia de muerte que acaba de escuchar en Tarragona el 15 de enero de 1937. Con letra desigual y temblorosa escribe: «Solo porque soy religioso he sido condenado. No lloréis; no soy digno de lástima. Moriré por Dios y por mi patria. Adiós. Os espero en el cielo».
El próximo domingo celebramos la solemnidad de Todos los Santos. Unos días más tarde, el 6 de noviembre, hacemos memoria de todos los santos y beatos mártires del siglo XX en España. Son fechas para recordar especialmente que somos ciudadanos del Cielo, según les dice san Pablo a los filipenses. Como miembros de la Iglesia, formamos parte del cuerpo glorioso de Cristo, junto con nuestros hermanos que ya han entrado en la Gloria, que ya gozan de la Vida eterna en su plenitud. Es la comunión de los santos.
«Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo». Jesús les hace esta promesa a quienes están con Él y no lo abandonan ni siquiera en la persecución y en el sufrimiento.
¡Qué distinto es vivir en la comunión de los santos que vivir aislados en nuestro pequeño mundo, encerrados en nuestros poderes, es decir, en nuestros límites, bajo la amenaza de la muerte! Vivir como ciudadanos del cielo, ya en esta tierra, es vivir en la esperanza de la promesa de Vida que nos hace el Amor infinito. Una esperanza que nos hace más fuertes que el pecado y que la muerte.
Hablamos mucho de la libertad necesaria para decidir y de la autoestima imprescindible para reorientar una y otra vez la vida rota. Está muy bien. Pero ¿para decidir qué? Para reorientarnos, sí, ¿pero hacia dónde y con qué energía? Hace poco le oía en Bratislava a un seglar, luchador por la cultura de la familia y del amor, una formulación que se me quedó grabada: «Sin la perspectiva de la vida eterna, la existencia terrestre parece larga, porque es ella la medida de sí misma; y todos los esfuerzos que demanda una vida buena (honestidad, fidelidad, generosidad) parecen sobrehumanos».
Las próximas fiestas son como una ventana por la que la Iglesia nos muestra el Cielo. Por ella entra la luz y el aire fresco del aliento divino para el bien y la belleza.
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar enseñándolos: «Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán «los hijos de Dios». Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».