Richard Ford escribió que los cuentos de Chéjov nunca eran apreciados por los más jóvenes. Su sobriedad, la desnudez de un lenguaje implacablemente depurado, la difícil y turbadora sencillez, necesitan de algunos años de lecturas para poder ser valorados como se merecen. A muchos jóvenes les parece que Chéjov, en comparación con las torrenciales acometidas de la novela realista del siglo XIX, deja en el tintero demasiadas cosas, sacrifica situaciones y, sobre todo, la minuciosa trama de la sociedad burguesa en su plenitud y declive. El riesgo más lamentable radica en que la sencillez se vea como fruto de la ligereza moral en vez de percibir en ella la búsqueda incesante de lo esencial de la conducta humana. Lo que podría parecer despreocupación por la suerte de sus personajes, limitados a unas breves escenas de su existencia, es en realidad muestra de una insaciable compasión, prueba de una fe profunda en la validez del hombre. La sencillez no es sino el resultado final de un largo proceso de expiación, que señala la senda desnuda por la que las criaturas de Dios caminan indefensas y valerosas, procurando siempre seguir su inclinación originaria a la bondad.
Por eso nos gusta tanto Chéjov, cuando nos hacemos mayores, cuando somos menos intransigentes, más propicios a la caridad por sabernos tan necesitados de la misericordia ajena. Quizás, también, cuando agradecemos una forma de narrar la experiencia humana que responde a ese resplandor humilde, surgido de quienes viven sin darse importancia. Hay en esa contención de Chéjov un magisterio que va mucho más allá de la pericia artesanal o del dominio de un estilo. Se trata de una perspectiva moral que con su sobria expresión manifiesta el respeto a la intimidad de los seres a los que el escritor se ha aproximado. Lo que deja insatisfechos a los más jóvenes lectores de Chéjov es, precisamente, la ausencia de acontecimientos tumultuosos, la aparente falta de espesura en los dramas familiares, la discreta privacidad de las pasiones. Los protagonistas no son objetos determinados y pasivos, mecidos en el inconsciente regazo de la historia. Son personas responsables y libres que tratan de abrirse paso a través de los desafíos de la vida terrenal. Chéjov siempre nos conmueve por su temor a romper a esos hombres y mujeres frágiles, que vuelcan en el mundo su existencia insegura, sus remordimientos, su asustada intuición de la flaqueza humana y su inagotable confianza en la dignidad última del alma.
La dama del perrito
Chéjov nos gusta tanto porque expresa todas estas cosas sin aspavientos, casi de puntillas, en voz baja. Porque nos dice lo esencial, el instante decisivo de una vida sin revestirlo de solemnidad ni grandilocuencia. Tomemos el más célebre de sus relatos, La dama del perrito. Veamos esas dos personas, insignificantes en la arrogante estatura de la historia, pero que son un hombre y una mujer en cuyo corazón palpita, el sentido de la existencia de todos los hombres y mujeres del mundo. Dmitri y Anna son dos adúlteros ocasionales. Dos pecadores. Dos personas que, por vanidad, distracción o aburrimiento, han caído el uno en brazos del otro. Han ultrajado su matrimonio, han engañado a sus familias, han quebrantado sus votos. Ni siquiera ha sido por una pasión incontrolable, sino por las circunstancias lacias y superficiales de un ambiente de veraneo.
Pero, después, esa experiencia cobra un valor que no esperaban. Pesa en la presunción de su futuro como una losa que les exige honestidad consigo mismos, que les demanda lealtad a ese amor nacido en la torpeza moral, pero que contiene una extraña esperanza de redención. Chéjov no nos sermonea nunca. Porque no quiere ofrecernos un juicio moral, sino recordarnos el sentido moral que tienen nuestros actos. Desea hacernos ver que en la conducta de esos seres pequeños con tan poca sustancia heroica existe siempre un momento que les hace dueños de su destino. Por ello, la historia concluye donde otros escritores la habrían comenzado: cuando Dmitri se pregunta, decidido ya a amar para siempre a Anna, qué será de ellos, cuánta misericordia habrán de esperar, cuánto coraje habrán de inculcar a su libertad para hacerla digna.
Solo unas pocas páginas atrás, una de las mejores de la literatura rusa, nos los mostraba en un banco de Oreanda, junto a Yalta, contemplando el mar, satisfecho ya su deseo inicial, pero inquieta su alma: «El rumor sordo y monótono del mar, que llegaba desde abajo, hablaba de la calma, del sonido eterno que nos aguarda. Murmuraba allá abajo cuando aún no existían ni Yalta ni Oreanda, murmura ahora y lo hará del mismo modo sordo e indiferente cuando ya no estemos. Y en esta constancia, en la indiferencia absoluta hacia la vida y la muerte de cada uno de nosotros, se oculta, quizás, la garantía de la salvación eterna, del movimiento incesante de la vida en la tierra hacia el perfeccionamiento continuo… Gurov pensaba que, en realidad, todo en este mundo es bello. Todo, menos lo que nosotros mismos pensamos y hacemos cuando nos olvidamos de los objetivos supremos de la vida y de nuestra dignidad humana».