«¿Y si mueres?», cuestionaba el entrevistador. «Si muero quiero ser recordado por mi coraje, mi fe. Lo más importante en mi vida es mi fe», respondía Charlie Kirk. En sus intervenciones y debates siempre hablaba de su fe cristiana y de cómo Jesucristo le había cambiado la vida. Era evangélico. Para él, su encuentro con Jesús era más importante que el resto de ideas que defendía con su palabra, desde el respeto, y alimentando la conversación y la confrontación educada de ideas. Sí, era un activista proTrump. También defensor de la familia como base de la sociedad, contrario al aborto y a la posibilidad de cambiar de género, defensor de tener armas para la legítima defensa, entre otras ideas que le alineaban con posiciones conservadoras. Era brillante en sus argumentos; y por eso tan odiado por quienes piensan diferente. Por encima de todo, Charlie era padre de familia, casado, con dos hijos. La semana pasada era asesinado precisamente en uno de esos debates, en la Universidad de Utah, delante de 3.000 personas. Resulta llamativo cómo algunos medios han puesto más énfasis en definirle como alguien que difunde discursos de odio que en que haya sido asesinado por sus ideas. Resulta desolador constatar la oscuridad que hay en los corazones de tantos: jóvenes celebrando el crimen en el mismo campus mientras la masa huía; bailes de fiesta en redes sociales; declaraciones de estadounidenses diciendo que ellos mismos le habrían matado y políticos, periodistas y personajes públicos —también en España— justificando el asesinato de un ser humano por lo que piensa. Quería ser recordado por su fe. He escuchado muchas de sus intervenciones para constatar que es verdad: su primer y más importante mensaje era que Cristo resucitó para salvar al hombre. Impresiona escuchar su firmeza. Yo —como deseaba— le recordaré por su fe.