El Gobierno ha decidido volver a poner la cuestión del aborto sobre la mesa en plena oleada de informaciones sobre casos de corrupción que le salpican. Se trata de una cortina de humo para dominar la agenda política, generar conflicto y polarizar a la sociedad. Lo hace en tres líneas de actuación: una, proponer una reforma constitucional para que en la Carta Magna quede reconocido como un derecho; dos, atacar la iniciativa aprobada en Madrid de informar a las mujeres que vayan a abortar de lo que se ha llamado «síndrome posaborto»; y tres, la persecución a los objetores de conciencia, a los que quiere tener registrados.
La primera cuestión es un brindis al sol. Un intento de generar debate para las tertulias de televisión. Es imposible que salga adelante porque necesita dos tercios del Congreso y no los tiene. La segunda cuestión se utiliza como ariete contra el PP y Vox, hablando en nombre de todas las mujeres y negando que exista ese síndrome. Es cierto que no hay consenso científico y en sí no está reconocido, pero sí que hay acuerdo en que los abortos generan con frecuencia en muchas mujeres efectos similares a los del trastorno de estrés postraumático, además de —en ocasiones— secuelas físicas. Negar esto solo responde a un interés ideológico de algo tan incomprensible como celebrar o calificar de progreso que en España se practiquen 106.172 abortos al año (datos de 2024). Es un 3 % más que el año anterior. Tampoco parece progresista, ni casa con un discurso de libertad, el requerimiento a las comunidades para facilitar de urgencia la lista de sanitarios objetores de conciencia. Los colegios de médicos de Madrid y Baleares creen que se utilizarán para discriminar a quienes se acojan a este derecho. Utilizar la cuestión del aborto como cortina de humo es banalizar el drama que supone.