Desde que tengo uso de razón, de modos diferentes según la edad y la formación, estas fiestas de Navidad que hemos celebrado me han remitido a algo que considero fundamental: la grandeza del ser humano que manifiesta Dios haciéndose hombre, mostrándonos quién es Él y quién es el hombre. Con el tiempo, esa grandeza del ser humano pude decirla con otras palabras: la dignidad de la persona humana. Siempre he visto en la creación de todo lo que existe –y, muy en concreto, en el ser humano– un amor loco de Dios. Al decir que «hace» al hombre está revelando ya a quien vendrá como Palabra encarnada y que, en esa imagen, todo ser humano descubrirá que fue creado y que lo fue a imagen de Dios. «Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. […] Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (Gn 1, 26a-27). Así entendemos mejor por qué defendemos con tanta fuerza la dignidad de la persona humana, de toda persona que viene a este mundo.
Quizá es bueno detenernos por un momento con Jesús y verlo defendiendo esa dignidad. Es bueno ver su vida desde su nacimiento hasta su muerte en la Cruz, junto al ladrón arrepentido y salvado por Él. ¡Qué esfuerzo, qué derroche de amor y de misericordia, para conseguir un pequeño resultado, como es la salvación de un solo hombre! Pero esta es la marca del Evangelio. Nace en Belén, se hace Niño, para mostrar la Luz a tres Magos de Oriente que la buscaban por todas partes, y muere en la Cruz junto a otros dos; uno de ellos le dice con fuerza: «Jesús, acuérdate de mí, cuando llegues a tu reino». En la Cruz, en su sufrimiento extremo, cuando está dando la vida por nosotros, Jesús se fija en quien le pide ayuda. Para Él, este olvidado y condenado es como los otros 99, como todos los hombres. Y por eso le dice con la fuerza de su amor y misericordia: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso». La dignidad de la persona humana no se proclama de boca, se nos manifiesta en un Dios vivo y verdadero, que tiene un amor loco por cada uno de los hombres.
En La Navidad y en la Epifanía hemos visto con una fuerza extraordinaria la primacía del amor de Dios y de su misericordia hacia el ser humano. De ahí también la urgencia que tiene siempre la Iglesia de comenzar de nuevo, pero siempre desde Dios. Ello supone tener el atrevimiento de hacernos las últimas preguntas; el valor y la fuerza para volver a encontrar pasión por todas las cosas que se ven y las que no se ven, siempre desde la perspectiva de Jesús e inspirados por su Palabra y sus obras. Comenzar desde Dios significa poner todos nuestros proyectos humanos bajo el señorío de Dios y medirlos sobre el Evangelio. «Dios con nosotros» nos ayuda a encontrar razones verdaderas para vivir juntos, para ayudarnos los unos a los otros, para arriesgarnos a amar como Él.
Como les decía a los jóvenes el viernes pasado en la catedral, en nuestra vigilia de oración mensual, poner a Dios en el centro supone convertirse en peregrinos del encuentro, la comunión y la misión; imitando así a Jesús, que vino a encontrarse con nosotros, a vivir la comunión con nosotros (tan distintos y a veces distantes), a realizar la misión entre nosotros. ¡Qué belleza ser imagen! Pues la imagen debe llegar a ser semejanza mediante el trabajo conjunto de la gracia y la libertad. Ser imagen es tender hacia el propio modelo, es decir, hacia Cristo. Podemos entenderlo con el relato de la visita de los Magos a Belén:
1-. El hombre tiene un profundo deseo de ser amado, guiado y encontrado. En la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, el Papa Francisco nos recuerda que «el gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada». Los Magos de Oriente, que representan a todos los hombres de todos los tiempos, muestran que necesitamos ser amados, guiados y encontrados. Ese deseo les hace buscar y salir de sí mismos, hasta llegar a Belén, donde está y se encuentran con la Luz que es Jesús. Junto a Él nació y renació en ellos la alegría. Esa que nace cuando no nos encerramos en nuestros propios intereses y nos acercamos a los de los demás; cuando dejamos espacio para otros, entran los pobres, escuchamos la voz de Dios y gozamos con la alegría de sabernos amados, guiados y encontrados por Jesucristo. El entusiasmo por hacer el bien crece y nunca tenemos la tentación de la queja o del resentimiento que tantas fuerzas quita a nuestra vida.
2-. Surgirán dificultades en el camino, pero vayamos al encuentro de Él. También los Magos de Oriente tuvieron dificultades: su encuentro con Herodes les hizo ver la sospecha en la que podemos vivir los unos con los otros, la incapacidad para respetar la libertad, el deseo de quitar la alegría de la salvación del corazón de los hombres… Esas dificultades nos hacen detenernos en otras luces que nos desilusionan, que nos hacen perder la alegría, y optar por lo que parece ser una Cuaresma sin Pascua. Es necesario despertar a la alegría de la fe, a la alegría de un Amor que nunca se agota, a la alegría de la ternura de Dios. Los Magos siguieron los rastros de la Luz y llegaron a ser plenamente humanos cuando permitieron que Dios los viese y le pusieron a sus pies todo lo que tenían. Comprobaron ante Él que siempre se puede renovar la vida.
3-. El encuentro con el Señor muestra un antes y un después. Un antes de muerte: su camino los llevó a encontrarse con Herodes, que quería matar a Jesús. Y un después de vida que les hace volver por otro camino. En el encuentro con el Señor se llena nuestra vida de alegría que contagia todo lo que tenemos a nuestro alrededor. De ahí la necesidad de renovar el encuentro personal con Jesucristo o, mejor, de dejarnos encontrar por Él. Cuántas veces escucho: «Es que no lo encuentro». Y cuántas veces he dicho: «Déjate encontrar por Él». ¡Cuánto bien nos hace volver a Él cuando estamos perdidos! Los Magos de Oriente representan a tantos y tantos seres humanos que desconocen quiénes son de verdad y para qué están en este mundo. Fue su deseo profundo de Luz, de Verdad, de Vida, de encontrar un Camino, lo que los llevó a no detenerse y a seguir el dictado de su corazón, hasta que lo encontraron en Belén. Como decía el Papa Benedicto XVI, «se comienza a ser cristiano por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».