Meditando y escuchando en lo profundo de mi corazón el texto del Evangelio que la Iglesia nos acerca a todos los cristianos este domingo, he visto las perspectivas y los horizontes que nos regala la parábola de la viña (cfr. Mt 21, 33-43). ¿Cuál es la viña de la que habla el Evangelio? ¿Acaso no representa a todo lo que Dios ha creado y puso al servicio de los hombres para que nosotros lo cuidásemos? Estropeamos la viña cuando la explotamos mirando solo nuestros intereses personales. Unos pocos nos hacemos dueños de la misma y somos capaces de someter a quien sea al gusto personal, no importándonos utilizar la fuerza, aunque sea la más terrible como es matar, para mantenernos así.
Por eso, compartir la esperanza; construir una cultura abierta en la que nadie sobra y hacemos sitio a todos –especialmente a quienes más lo necesitan–, y tener siempre los brazos abiertos con el mismo gesto de Jesucristo en la Cruz, para proteger y hacer crecer la paz, es la gran tarea que nos propone el Señor. Es necesario que su Vida esté en el centro de todo, su Vida en nosotros, ya que solamente así se puede entregar, presente y futuro, vida y no muerte, cimientos verdaderos que hacen que el edificio sea más bello, siempre realizado con el arte de la esperanza, de la cultura abierta y de la paz. Tres artes de obligado cumplimiento para un discípulo de Cristo.
Nunca abandonemos a Dios, quien hizo todo lo que existe e hizo al ser humano a su imagen y semejanza, dándole la misión de cuidar todo lo creado. Y nunca abandonemos a quien nos ha revelado el rostro de Dios y del hombre, a quien nos ha dicho con palabras y obras cómo hemos de mantener lo que fue creado y cómo hemos de buscar siempre construir la familia de los hijos de Dios. Juntos, abramos caminos nuevos que eliminen de este mundo la tentación de utilizar las armas que utilizaron los obreros de la viña: «Apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon». Buscar solamente intereses personales o de grupo nos lleva a vivir en guerras, divisiones y exclusiones, a crear más espacios de pobreza y, en definitiva, robar la dignidad de la persona humana.
Por eso os invito a acercar a lo más profundo del corazón del hombre que en esta viña, en este mundo creado por Dios, hemos de estar:
1. Comunicando esperanza: la esperanza en la Biblia es una palabra central. En la carta a los Hebreos une estrechamente la plenitud de la fe con la firme confesión de la esperanza. También el apóstol Pedro, en su primera carta, exhorta a los cristianos a estar siempre prontos para dar una respuesta sobre el sentido y la razón de la esperanza. Por otra parte, el apóstol san Pablo, en la carta a los Efesios, nos recuerda una situación existencial que él vive: antes del encuentro con Cristo no tenían en el mundo ni esperanza ni Dios y, por ello, se encontraban en la oscuridad y con un futuro muy sombrío. La esperanza convierte el tiempo de la historia en tiempo de Dios y nos hace ver que nunca es tarde para tocar el corazón del otro, y nunca es inútil. La pregunta siempre es esta: ¿qué puedo hacer yo para que en otros surja la esperanza?
Queremos que otros puedan decir: «encontré la salvación», «encontré la salida». ¿Qué salida? La que me da el conocimiento de Dios cuando descubro que es un Padre bueno y misericordioso. Es Jesús quien nos revela el rostro de Dios, de un Dios con un amor tan grande que comunica una esperanza inquebrantable, que ni la muerte puede destruir, porque la vida de quien se pone en manos de Dios se abre a la bienaventuranza eterna. No nos desanimemos en nuestras llamadas a la conciencia. No seguiríamos los pasos de Jesucristo si no supiéramos llevar nuestra esperanza en todas las situaciones. Por eso, trabajar por la causa de Dios no es solo advertir carencias y peligros, es sobre todo enseñar a vivir con la firme confianza de quien sabe que cuenta con la victoria de Cristo. Comuniquemos esperanza.
2. Trabajando por hacer posible la cultura abierta: siendo realmente el amor hasta el extremo, Cristo no es ajeno a cultura alguna ni a ninguna persona. Hay una respuesta anhelada en todas las culturas, en lo más profundo de ellas, que nos une a toda la humanidad y respeta la riqueza de la diversidad, abriéndonos a la riqueza de la verdadera humanización. Esto crea cultura abierta. Dios tomó rostro humano, se hizo carne, se hizo historia y cultura. Y aunque tenga que trasladarme a tiempos pasados, es bueno, pues así entendemos lo que deseo decir al hablar de cultura abierta. Recuerdo a los monjes de la Edad Media, su intención no era conservar una cultura pasada o hacer otra nueva, su objetivo era «buscar a Dios». En un tiempo confuso, en el que nada parecía poder quedarse en pie, los monjes querían y deseaban dedicarse a lo esencial, a trabajar con tesón por dar con lo que vale y permanece, en definitiva, a encontrar la misma Vida. Ellos buscaban a Dios, dejaban lo secundario para pasar a lo esencial. El camino era encontrar a Dios, era su Palabra estudiada y acogida en su corazón a través de la Sagrada Escritura que estaba abierta a todos los hombres. Aquella apertura daba una experiencia fundamental: que Cristo es para todos los hombres, pues la fe cristiana se encarna en todas las culturas, trascendiéndolas, y ayuda a crecer en la convivencia y en la solidaridad universal, crea puentes, une personas, da proyectos con dimensiones universales, abre todas las dimensiones de la vida humana, eleva la mirada. Busquemos todo lo que es necesario en estos momentos para hacer posible una cultura abierta.
3. Trabajando por la paz: cuando el ser humano se deja iluminar por el resplandor de la verdad, y para nosotros la Verdad se nos ha mostrado en Jesucristo, es capaz de emprender de modo casi natural el camino de la paz. ¡Qué belleza tienen las palabras del Concilio Vaticano II cuando afirma que la humanidad no conseguirá construir «un mundo más humano para todos los hombres en toda la extensión de la tierra, sin que todos se conviertan con espíritu renovado a la verdad de la paz» (GS 77). ¿Qué es la verdad de la paz? Por supuesto que no es la ausencia de conflictos armados, es el «fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo» (GS 78). Porque «Él, Cristo, es nuestra paz» (Ef 2, 14). Qué claridad la de san Pablo, quien también nos dice: «Gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre» (Ef 1, 2). Puesto que la gracia es la fuerza que transforma al hombre y al mundo. Y la paz es fruto de esta transformación.
La paz es un don de Dios. En Jesucristo reconocemos al príncipe de la paz. La palabra que, después de su resurrección, Jesucristo pronunció en medio de los apóstoles fue «Shalom», «paz a vosotros»; no es un simple saludo, es mucho más, es paz prometida y conquistada, es fruto de su victoria. No es la paz que da el mundo. Promovamos la paz en medio de un mundo que busca y necesita a Dios. Y este don de Dios depende de las relaciones del hombre con Él. Promover una pastoral de comunión, es promover una humanidad restablecida y reconciliada. ¿Podremos los hombres encontrar la paz si no tomamos conciencia de la necesidad de reconciliarse con Dios y con el prójimo tal y como nos lo manifiesta Jesucristo?