Camino de Emaús
Tercer domingo de Pascua
Contemplamos este domingo la escena de los discípulos de Emaús. Aquellos dos hombres, el día de la Resurrección, el primero de la semana según el relato de San Lucas, abandonan Jerusalén y al grupo con el que han compartido las experiencias de una fe incipiente. Aunque no lo notan, el alejarse de la comunidad les va cerrando el corazón y el entendimiento a la posibilidad de acoger el acontecimiento que acaba de suceder en la Ciudad Santa: la resurrección de Jesús.
E irrumpe Cristo. La pregunta que les lanza en aquel momento a aquellos hombres embargados por las dudas, es bueno que también nosotros la hagamos nuestra. Tú que eres un hombre o una mujer creyente, ¿de qué hablas habitualmente? En tu modo de vida, en tus conversaciones, en tus cosas, ¿aparece alguna vez Jesús?
La respuesta trasparente de aquellos discípulos permite a Jesús mostrar, una vez más, su corazón misericordioso. Describen muy bien los hechos, pero… no han sido capaces de adentrarse lo más mínimo en el misterio que tenían delante. Pueden ser la imagen de nuestro discipulado. Merodeamos muchas veces por los suburbios de Dios, pero no acabamos de dar el paso que nos lleva a saborear la presencia misma de Dios en nuestra vida.
Llama la atención la actitud de Jesús. Creo que marca el modus operandi al evangelizador de hoy. El Señor no da nada por supuesto. Ante la dureza de corazón de aquellos hombres, comienza desde el principio a explicarles las Escrituras. Hermoso modo de actuar. Muchas veces también nosotros nos encontramos en esa tesitura al intentar dar a conocer el Evangelio. Son tantas las pegas, las dificultades, es tanto el desconocimiento. Cuesta tanto hacer comprender el mensaje del Evangelio. No dar nada por supuesto, sabiendo que la creatividad auténtica la da el amor por las personas a quienes pretendemos trasmitir el mensaje. Y de eso el Resucitado sabe mucho, pues ha dado la vida por ellos. E intenta que también nosotros nos asociemos a su propuesta.
La hospitalidad propia de la cultura oriental hace el resto. El Señor habla en la historia y en la cultura de los pueblos. Aquellos hombres invitan al peregrino a hospedarse en su casa: Quédate con nosotros, la tarde está cayendo. Al sentarse a la mesa y partir el pan, le reconocen por fin. Él se nos presenta también hoy en nuestras vidas, pero espera que le dejemos entrar. La Pascua nos invita a dejar que nuestro corazón se afiance en la presencia del Resucitado. Quizá nos sorprenda que eso tenga poca incidencia en nuestra vida, pero en ocasiones la culpa es nuestra, pues no hacemos nada por buscarle en la intimidad de la oración ni en el servicio a los hermanos.
El encuentro con el Señor, engendra la misión. Han visto el rostro del resucitado y ya no lo pueden ocultar. Retornan a la comunidad que habían abandonado y se convierten ellos mismos en bastiones de una historia que perdura hasta hoy.
El camino de Emaús es el camino de nuestra vida. Es el encuentro con el Resucitado que llena de sentido todo lo que hacemos y somos. Abramos nuestro corazón y nuestro entendimiento.
Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: «¿Qué conversación es ésa que traéis mientras vais de camino?» Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?» Él les preguntó: «¿Qué?» Ellos le contestaron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, y no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y lo encontraron como habían dicho; pero a él no lo vieron». Entonces Jesús les dijo: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a Él en toda la Escritura. Ya cerca de la aldea donde iban, Él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos le apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída». Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero Él desapareció. Comentaron: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba y nos explicaba las Escrituras?» Y levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once, que decían: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón». Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo reconocieron al partir el pan.