«Alma grande, nacida como para ensamblar contrastes; humilde de origen y quizá glorioso a los ojos del mundo; pequeño de cuerpo, pero de espíritu gigante; de modesta apariencia, pero muy capaz de imponer respeto incluso a los grandes de la tierra; fuerte de carácter, pero con la suave dulzura de quien sabe el freno de la austeridad y de la penitencia; siempre en la presencia de Dios, aun en medio de su prodigiosa actividad exterior; calumniado y admirado, festejado y perseguido. Y, entre tantas maravillas, como una luz suave que todo lo ilumina, su amor y devoción a la Madre de Dios».
No me atrevo a quitar ni una sola palabra. A buen seguro, muchos hermanos claretianos no tendrían reparo en afirmar conmigo que nuestro antiguo superior general es icono actual y preclaro de nuestro fundador, san Antonio María Claret, que tan bella y sintéticamente fue descrito por el Papa Pío XII el día de su canonización.
La familia claretiana está de fiesta porque otro de sus hijos ha sido llamado a formar parte del colegio de los cardenales, pero no nos lo apropiamos. El padre Aquilino Bocos siempre ha sido un hombre de mirada católica y universal. Su cardenalato pertenece a toda la Iglesia y, especialmente, a esa pequeña parte del «santo pueblo fiel de Dios» que es la vida consagrada.
Decir Aquilino Bocos es hablar de la vida consagrada posconciliar. Su nombramiento es también un mensaje. Miles de personas consagradas en todo el mundo así lo han captado. Con el nombramiento de su antiguo y querido amigo Aquilino, el Papa Francisco ha tenido un gesto elocuente para con esa esforzada vida consagrada posconciliar, tantas veces incomprendida, que se empeñó en llevar la renovación conciliar adelante, aceptando sus orientaciones hasta sus últimas consecuencias, sin perder nunca la esperanza. Aquel «volver a los orígenes y adaptarse a las cambiantes circunstancias de los tiempos» que enunciaba el Concilio como principio de renovación, fue el santo y seña de la vida consagrada y del padre Aquilino, que, contra viento y marea, ha sabido leer este tiempo, como dice el título de uno de sus libros, como «un relato del Espíritu». Caminamos, sin duda, a hombros de gigantes.
Si la vida consagrada hoy puede seguir siendo profecía en todo el mundo es gracias a que gigantes ancianos y fecundos misioneros como el padre Aquilino fueron capaces de soñar y se empeñaron en caminar según una fuerte visión que descansa en la gran promesa del Resucitado: yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin de los tiempos.