«Mientras los demás gozan del amor que dan y reciben, yo sufro». Lo escribe Danielle Mencarelli en La casa de las miradas (Ed. Encuentro, 2020). Es la frase de alguien que está en el infierno, sin duda. En el infierno uno ve el amor, pero desde la grada. Danielle vive asqueado. Como tantos jóvenes europeos, atormenta a sus padres. Su vida se reduce al vino blanco que ingiere en cantidades desmesuradas y los ansiolíticos que su madre le administra para dormir. En un momento dado, Danielle pide ayuda, y la recibe: le ofrecen un trabajo en el servicio de limpieza del hospital Bambino Gesù.
Danielle vive incomunicado, el odio ha calcinado su vida. «He cavado una trinchera y la ha llenado de vino blanco», dice para ejemplificar su aislamiento. El amor irá imponiéndose, no obstante, gracias a su quehacer en el hospital. Allí dentro la muerte no se esconde y Danielle se enfrenta a las preguntas que esquiva con el alcohol. «Yo no sabía que los niños muriesen», dice al toparse con un ataúd en el que yace una niña. Los niños enferman, mueren, y es imposible la indiferencia delante de ese espectáculo. Por eso se pregunta, más adelante, qué representan esos pequeños, a quién sirve su horror. Le recrimina al cielo todo el mal que hay en el mundo, el asustado Danielle: «Si tú estás, Dios, detrás, deberías pedir perdón». Es un reproche legítimo, que brota de un corazón rebelado frente a lo que no comprende. Es porque tenemos la eternidad inscrita en nuestro ADN por lo que nos sigue horrorizando la muerte de quien no ha cometido ninguna maldad. Le va empujando hacia la luz la relación con sus compañeros. Con ellos surge algo «semejante a la amistad». «Mi trabajo me calma», llega a decir. La camaradería, pero también los gestos mecánicos como limpiar un cristal o encerar el suelo relajan su cabeza. Formar parte de un grupo humano le hace sentirse útil, y pospone el vino para los fines de semana.
La oración es un ser vivo, una planta de interior. La de Danielle comienza su crecimiento delante de una madre que abraza a su hijo enfermo: «Allí, mientras los ojos se despiden por última vez de esa madre y ese hijo, un diluvio desde las vísceras, un incendio invisible prende, palabra tras palabra, la forma de una oración». Es algo espontáneo. La oración no nace de nuestras fuerzas ni responde a un cálculo, sino que es un don. Y una vez germina sigue creciendo. Danielle vuelve a notar esa fuerza desconocida en otra página: «Otra vez. De un lugar interior que no es el cerebro». La oración debe cuidarse para que no se marchite. Que se vuelva más alta y no la caigan los vientos ni la ahoguen las lluvias. Hay que alimentarla. Danielle percibe este su crecimiento, y entretanto renace. Delante del horror, elige la esperanza: «Negarse a la esperanza de dios, aquí dentro, es algo que no puede ser».
Se dice en esta novela que el mal «es una enfermedad que contagia a todos, incluso a los que dicen que no lo sufren». A Danielle lo curan los niños moribundos. Vislumbra el misterio del amor en una monja que acaricia a uno de esos niños deformes. En ella descubre la redención. Lo seduce esa manera de abrazar la realidad, sin fingimiento, con todo lo que contiene. La casa de las miradas no es una novela, o no solo eso: es la biografía de un nacimiento, el del espíritu. El testimonio de un hombre salvado de sí mismo, que planta cara al horror y lo atraviesa. Este libro tiene vida y no solo literatura, por eso lo recomiendo.