Bienaventurados
IV Domingo del tiempo ordinario
El paso de los años ha favorecido nuevas formas de comunicación. Hoy ya no existe impedimento para relacionarse con alguien aunque esté a miles de kilómetros de nosotros. Uno de los aspectos dónde más se percibe este progreso es en la facilidad para obtener información inmediata y en la transmisión de saberes. La informática y, en concreto, internet parecen ya un medio irrenunciable no solo para interactuar entre nosotros, sino también para poder estar al día en cualquier conocimiento que debamos adquirir. Hemos de aprovechar estas oportunidades, pero no podemos absolutizarlas. Retrocedamos 2.000 años y fijémonos en el método que utiliza Jesús para anunciar el Evangelio. Él era un maestro y, como tal, tenía discípulos. «Se acercaron sus discípulos» y «les enseñaba diciendo…». Aparte de Jesús, conocemos otros casos en la antigüedad, en la Escritura y fuera de ella, donde los discípulos se asociaban a un maestro concreto. Un discípulo no era alguien que asistía sin más a una conferencia para recopilar el mayor número de datos. El objetivo del discipulado no era exclusivamente el de compartir un saber. Al mismo tiempo se buscaba, además, conformar la vida del discípulo con la de su mentor. En resumidas cuentas, se trataba de una relación predominantemente personal.
La cátedra de Moisés
Por varios motivos, la escena que hoy se nos presenta nos pone delante un ejemplo paradigmático del Maestro enseñando a los discípulos. Durante los domingos anteriores hemos profundizado en la identidad del Mesías y en sus primeras manifestaciones como hijo de Dios. Ahora llega el momento de comprender que solo es posible entender a Cristo y su mensaje mediante el discipulado, es decir, si estamos dispuestos a seguirlo y a caminar junto a él. Mateo nos quiere subrayar al comienzo del pasaje que el Maestro va a enseñarnos algo importante. Como invitándonos a tomar sitio, la introducción a las bienaventuranzas permite formarnos una idea del contexto. La referencia a sentarse y al monte remite, sin duda, a la cátedra, como lugar desde donde se enseña, y a Moisés y el Sinaí. Si Moisés constituía el modelo de la Ley, Mateo quiere poner de manifiesto que Jesús es el nuevo legislador y que hoy comienza solemnemente su magisterio.
«Vuestra recompensa será grande»
Ahora bien, debemos preguntarnos qué marca la diferencia entre la enseñanza de Jesús y la de otras autoridades de la época. Vemos, en primer término, que el mensaje del Señor es positivo, dado que comienza llamando a los hombres a la bienaventuranza, a la felicidad. La salvación que nos viene a traer el Señor está dirigida en último término a que seamos dichosos. Pero algo llama la atención: se llama bienaventurados precisamente a los que a los ojos del mundo son considerados desgraciados. Parece algo paradójico. En realidad, lo que Jesús plantea constituye una revolución con respecto a los valores dominantes tanto para la sociedad judía de entonces como para el mundo actual. Jesús no está, por ejemplo, defendiendo la desigualdad social; está llamándonos a todos a no vivir apegados a los bienes materiales. Tampoco desea que lloremos o que seamos perseguidos o nos insulten o persigan. El Señor quiere provocar que dirijamos nuestra mirada a la segunda parte de la afirmación que hace: «Porque de ellos es el reino de los cielos», «porque ellos serán consolados», «porque vuestra recompensa será grande». Solo así se comprende que alguien pueda elegir la sobriedad y la moderación frente al derroche, la paz frente a la venganza o la esperanza frente a la desesperación. Sin embargo, esto no basta con saberlo. Llevar esto a cabo únicamente es posible haciéndonos discípulos del Maestro. La buena noticia es que a través de la vida de la Iglesia esta posibilidad se ha transformado en realidad.
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».