Francisco cumplió con la costumbre. A pocos días de celebrar la Pascua y en la víspera de su cumpleaños número 92, visitó a Benedicto XVI. Un momento de cercanía la tarde del lunes 15 de abril, en el monasterio Mater Ecclesiae del Vaticano, donde el Papa emérito transcurre sus días de retiro. Este año esa visita tuvo un sabor particular, tras la reciente aparición de un largo artículo firmado por Joseph Ratzinger en la revista alemana Klerusblatt sobre la crisis de los abusos sexuales.
Benedicto XVI –un Pontífice que destacó precisamente por combatir de frente esta cuestión– no aborda en su escrito los aspectos más directos e inmediatos sobre los abusos sexuales, sino que se centra más bien en aspectos culturales más profundos, relacionados con el relativismo moral y la revolución sexual convencionalmente identificada con el Mayo del 68. El texto es también una reivindicación del legado contra los abusos de san Juan Pablo II, cuestionado en los últimos años desde diversos sectores. Ratzinger (el más estrecho colaborador de Wojtyla) recuerda que en esos años se endureció la ley canónica, hasta entonces en exceso «garantista», contra los clérigos abusadores.
A pesar de que el Papa emérito deja claro que su artículo contaba con el aval de Francisco y de su secretario de Estado, Pietro Parolin, de inmediato algunos medios conservadores lo utilizaron como munición contra el actual pontificado. Desde ámbitos más liberales, por el contrario, se criticó la falta de base empírica y la inexactitud de algunas afirmaciones de Benedicto, y sobre todo se le acusó de fomentar la división en la Iglesia, resucitando el peso de la sombra de «los dos Papas» en el Vaticano.
Todo ese ambiente enrarecido se disipó con la foto de ambos a pocos días de la Pascua. Más allá de posibles controversias puntuales, queda además la coincidencia de fondo entre Francisco y Benedicto sobre el principal problema de la Iglesia hoy. Así lo resumió el segundo, en su escrito: «El antídoto contra el mal que nos amenaza a nosotros y al mundo entero solo puede consistir últimamente en el hecho de que nos abandonemos» al amor de Dios: «Este es el verdadero antídoto contra el mal». «Un mundo sin Dios solo puede ser un mundo sin sentido», en el que ya no existen «los criterios del bien y del mal», sino solo la ley del más fuerte: «El poder se convierte entonces en el único principio. La verdad no cuenta, al contrario, no existe realmente».