Beatificado el obispo lituano que se opuso al zar, a los nazis y a los comunistas
«Es la gracia de Cristo lo que le dio fuerza y valor para perseverar, fuerte en la fe», dijo el cardenal Angelo Amato durante la beatificación el domingo en Vilnius (Lituania) del obispo Teófilo Matulionis, el primer mártir lituano de la era soviética. El prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos abundó que «por su fidelidad al Evangelio muchos vieron en él a un verdadero hombre de Dios y un santo. Hasta un comandante ruso que conoció la noticia de su muerte exclamó: “¡Fue realmente un hombre!”. Y un funcionario soviético afirmó: “No excluyo que en el futuro el Vaticano le haga santo, y que su tumba se convierta en un lugar para los peregrinos”. Fue una predicción totalmente probada», señaló Amato.
«Siempre estaré con mi gente. No tengo miedo de ser perseguido. Cuando rezo, se me quita el miedo». Con este espíritu vivió su ministerio Teófilo Matulionis. Fue condenado en numerosas ocasiones a trabajos forzados, al exilio, a la prisión incomunicada, al aislamiento…, pero él sacaba su fuerza en las gélidas noches del Ártico, cuando se levantaba en secreto para celebrar la Eucaristía.
Nacido el 22 de junio de 1873 de una rica familia de granjeros, su madre murió cuando él solo tenía 4 años. A los 18, entró en el Seminario de San Petersburgo y recibió la ordenación sacerdotal en marzo del año 1900. Ya desde su ordenación dio muestras de su carácter indómito. Siendo párroco de Bikana bautizó a un niño hijo de un matrimonio mixto católico-ortodoxo, en contra de las leyes del mismo zar, que prohibía a los sacerdotes católicos bautizar a niños si uno de sus padres era un fiel ortodoxo.
Después del asalto comunista al poder en octubre de 1917, Teófilo no tardaría en probar el sabor de la represión antirreligiosa que padeció Rusia durante décadas. En 1923 fue condenado por las autoridades por participar en encuentros católicos, y pasó tres años en prisión, tras los cuales siguió con su trabajo pastoral en San Petersburgo.
Cinco años después fue nombrado por Pío XI obispo auxiliar de Mogliov, recibiendo la ordenación episcopal en secreto, pero al poco le volvieron a detener y lo enviaron a las islas Solovki, en el Ártico, lugar de un antiguo monasterio convertido en un duro campo de trabajo.
Como al clero se le separaba del resto de presos para evitar cualquier influencia sobre ellos, Matulionis formó junto a 33 sacerdotes una comunidad propia, de la que fue elegido superior. Cuando los soviets se enteraron, fue apartado e incomunicado en otra prisión, y luego enviado a otro campo donde las gélidas temperaturas y el duro trabajo acarreando troncos mermaron considerablemente su salud.
Un acuerdo posterior entre los gobiernos ruso y lituano le permitió volver a su país natal, donde fue nombrado obispo auxiliar de Kaunas. En 1943, los alemanes ocuparon su país mientras él defendía la independencia de la Iglesia y exhortaba a sus sacerdotes a permanecer al lado de sus fieles, e incluso a ir con ellos en el caso de que fueran deportados fuera de Lituania. En una ocasión, cuando varias decenas de chicos y chicas fueron retenidos justo antes de entrar en una iglesia para 40 horas de adoración, con el objeto de enviarlos a diversos campos de trabajo, Matulionis protestó ante los alemanes: «Ni siquiera los soviéticos se habrían atrevido a tanto».
Pero en 1945 llegaron los rusos y Matulionis fue acusado de no colaborar con el nuevo régimen. Un año después fue sentenciado a diez años de prisión, tras los cuales siguió ejerciendo el ministerio episcopal de una manera incómoda para los comunistas. El día de Navidad de 1957, consagró obispo al que luego sería el cardenal Sladkevicius. Por ese motivo fue aislado de nuevo, muriendo el 20 de agosto de 1962, a los 89 años, después de un chequeo rutinario de la Policía, que le inyectó una misteriosa medicina. Cuando desenterraron su cadáver para iniciar el proceso de beatificación, en 1999, descubrieron que había sido envenenado.
El decreto de su beatificación aprobado por el Papa Francisco reconoce en él a un mártir. De esta manera se rinde homenaje a quien supo defender la fe de la Iglesia ante el zar, los nazis y las autoridades comunistas.