Atardecía - Alfa y Omega

Es una tarde de invierno. Por estos lugares el invierno aprieta un poco. La helada aún no ha marchado de los campos, la niebla da un tono gris al pueblo. El paisaje tiene un no sé qué de misterio y de belleza. Paseo. El frío se nota en las manos.

Desde su ventana, Ramiro da una voz y me llama. Me abre la puerta de su casa. Es de agradecer: una puerta abierta, una silla al lado del fuego y el calor de la casa. La conversación. Y, para colmo, una taza de café y unas pastas.

En ese ambiente no es difícil que la conversación sea uno de esos diálogos que uno saborea y que merecen la pena. De esas conversaciones que nos acercan a lo hondo de la vida y del pueblo. El vivir en uno tiene todas estas cosas buenas y bellas.

Después de unos sorbos de café me cuenta cómo al acabar de labrar la tierra, de dar un paseo por el monte, o simplemente viendo los sembrados, uno se hace consciente de «la importancia de ser, de simplemente ser». «Eso me da paz». La conversación nos lleva a hablar de lo profundo de la vida, de aquello que va dándole sentido. Vamos intuyendo, a lo largo del diálogo, que la vida es un bonito paseo en medio de un bello Misterio, como de un día de niebla preñado de luz. Caminar por el Misterio, abrirnos a la vida, al vecino, al pueblo y al mundo… Buscar lo profundo de la vida. Es un curioso paseo por lo sencillo que nos acerca a lo importante, a lo que da sentido a nuestros días.

Me dice Ramiro: «Últimamente estoy aprendiendo a escuchar, a esperar y a aceptar, superando ideas, ambiciones y rutinas. Es un intento de superar la superficialidad que tantas veces no nos deja vivir. Y encontrarnos con el gusto de vivir, la alegría de ser uno mismo».

Así va pasando la tarde, en un encuentro con lo mejor de nosotros mismos junto al fuego del hogar y con una taza de café caliente, gracias a una mano amiga que sabe acoger. Y así los días de frío y de invierno tienen su sentido, y los días de niebla nos enseñan a agudizar la mirada para aprender a gustar lo importante.