Aruvaresu llevó a Japón arroz español y bautizó a exsamuráis

Aruvaresu llevó a Japón arroz español y bautizó a exsamuráis

Alberto Álvarez es el jesuita más longevo de Japón. Secretario del padre Arrupe, a sus 98 años cumple su última misión: rezar por el mundo entero

María Martínez López
Celebrando Misa en Miyoshi, en 2016, su último año allí. Foto cedida por Carlos Álvarez Cazenave.

Alberto Álvarez lleva 70 años sin ser español. De hecho, oficialmente se llama Aruvaresu, adaptación de su apellido al japonés. Llegó al país en 1950, con 26 años. Hacía cuatro que había ingresado en la Compañía de Jesús, y tres desde que empezó a ofrecerse para ser destinado a este país, muy insistentemente. Tanto, que la última carta la firmó con su sangre. «Me había hecho jesuita para ser misionero», relata a Alfa y Omega. «Al aterrizar, me arrodillé y besé el suelo». Solo dos años después, pidió la nacionalidad nipona «para que no me pudieran echar» si después de la Segunda Guerra Mundial estallaba otro conflicto. Lo que más le costó fue renunciar a su apellido. «Mi padre, un católico maravilloso, me dijo que no me importase».

Dio clases (y más) en un colegio religioso en su segundo destino. Foto cedida por Carlos Álvarez Cazenave.

Cinco años después de la Segunda Guerra Mundial, el país seguía ocupado por Estados Unidos. «La situación era tremenda», recuerda. A una enorme pobreza se sumaba el shock de las bombas atómicas y el trauma colectivo de la derrota, que había hecho añicos la «tradición de que el emperador era un dios y nadie podría vencerle». Cuando se rindió, «miles de japoneses se suicidaron haciéndose el harakiri».

Mientras aprendía japonés y terminaba su formación, fue secretario del padre Pedro Arrupe, recién nombrado provincial y que luego llegaría a prepósito general de la orden. Su primer destino como sacerdote fue Miyoshi, una ciudad en las montañas. Cuando llegó en la moto que le habían dado, en toda la zona solo había una católica, una doctora bastante conocida. Al marcharse, 15 años después, dejó 500 bautizados, una capilla, una escuela y una guardería. Al principio, relata, vivió «en casa de un pagano». Empezó ofreciendo clases gratuitas de inglés y repartiendo el dinero y la comida que varios de sus hermanos, militares, recogían entre los cadetes de las academias militares de Zaragoza y Salamanca. Así, en Miyoshi se comía arroz español.

El misionero detrás del padre Arrupe (en el centro, de negro). Foto cedida por Carlos Álvarez Cazenave.

Toda esta labor por parte del único extranjero de la zona, «joven y que hablaba muy bien japonés», suscitó entre la gente «una curiosidad tremenda». Muchos alumnos fueron los primeros en convertirse, y después sus familias. Como su parroquia estaba cerca de la estación de tren, también se volcó con la veintena de mendigos que siempre había en los alrededores, «antiguos samuráis, cojos y mancos». Alguno se terminó bautizando porque «el Señor le tocó el corazón».

El sacrificio de no volver a casa

Después de Miyoshi, pasó 40 años en otras seis misiones del distrito de Hiroshima, «tan grande como Andalucía». La última década de pastoral activa volvió a Miyoshi, aunque la ciudad estaba tan recuperada que costaba reconocerla. Los japoneses son un pueblo «tremendamente trabajador», subraya el misionero. Pero la reconstrucción del país también puso freno a la primavera que vivió la Iglesia en las décadas de la posguerra, cuando «la gente espiritualmente necesitaba algo» y en la universidad de los jesuitas en Tokio «todos los años había entre 200 y 400 bautizos».

El Papa saluda a Aruvaresu durante su visita a Japón en 2019. Foto: Diócesis de Málaga.

Con el tiempo y la prosperidad, «se empezó a sentir menos la necesidad de la religión», lamenta Aruvaresu. La Iglesia ha perdido mucha fuerza, pero también el sintoísmo y el budismo. Cada vez hay menos nacimientos, y la población envejece y se reduce. Hace 20 años, sintiendo que debía hacer algo más ante la creciente dificultad de transmitir el Evangelio en Japón, «le prometí al Sagrado Corazón no volver más a España, para que por ese sacrificio aumentasen los católicos aquí».

Con 98 años, es el jesuita más longevo del país. Desde 2017 vive con otros 18 jesuitas mayores en la Casa Loyola, de Tokio. Es «el último destino que nos han dado: rezar por la Iglesia, por la conversión del mundo entero y por la Compañía». Y lo viven en serio, con hasta cuatro horas diarias dedicadas a ello.

Era frecuente que las familias de sus alumnos se convirtieran. Foto cedida por Carlos Álvarez Cazenave.

En el Loyola de Tokio ha escrito su testimonio sobre el padre Arrupe para la causa de canonización. Ya antes de intentar llevar a cabo en América «una revolución espiritual», en Japón «consiguió que se pusiera más esfuerzo en el trabajo con los pobres y los obreros». Abrió asilos y residencias para ellos, y ofreció a sus hijos educación gratuita. Pero lo que más recuerda quien fue su secretario es cómo «se levantaba todos los días a las cuatro de la mañana y hacía dos o tres horas de meditación antes de desayunar. También había prometido al Sagrado Corazón hacer una visita al Santísimo cada dos horas». A Aruvaresu le gustaría compartir estos recuerdos de viva voz con el postulador. Pero para cuando la pandemia le permita viajar a Japón, bromea, «quizá yo lo reciba desde el cielo».